Las noches de mi hermana Sylvia eran la condensación de sus dos miedos: el del asma y el de los ladrones. Así que antes de acostarse se despedía de todos nosotros y colocaba bajo su almohada la pequeña pistola y el atomizador.
Es aquí donde surgen los elementos y las circunstancias que puedes utilizar para alguno de tus cuentos.
Algo en los gestos de Sylvia dominaba la diferencia entre uno y otro objetos. No importa qué tan dormida estuviese, ante un ruido extraño en la casa, sus manos tomaban con seguridad el arma; y si por el contrario sufría un ataque respiratorio, sus dedos apretaban con firmeza el pequeño instrumento médico.
La noche que te relato, yo pude observar por primera y última vez el ejercicio inmediato de esa gestualidad.

Era una madrugada decembrina que se colocó sobre las ventanas como una fría gasa tras la cual se ocultaba la respiración de la montaña. Caminaba por el recibo tratando de tranquilizarme, pues los perros quebraban la brisa con sus aullidos, y una humedad pastosa se hincaba sobre los brazos y las piernas.
En un momento dado pensé pedir compañía a mi hermana. Me deslicé hasta su cuarto y sin golpear abrí su puerta. La descubrí en el exacto inicio de un ataque: los labios abiertos, los bronquios alterados en un filoso silbido. Fue así como pude observarla empujando con furia su almohada para distinguir entre la sombra neutra los dos objetos. Vi entonces cómo su mano se irguió hasta la boca y pulsó aquella explosión líquida, aquel olor inconfundible.
Es probable que estés pensando que el posible interés de esta historia consistía en la equivocación de mi hermana, en su imprevisto suicidio. Pero ya ves, aquella noche como tantas otras, Sylvia tomó en el momento justo el atomizador; y dejó a un lado el arma. Nada especial sucedió, aparte del regaño por mi abrupta aparición.
De lo que puede deducirse, estimado Gabriel, que la realidad es mucho menos dada a los finales sorpresivos que la estructura visible de tus cuentos.