Al final de la década de los treinta, Kansas City era la ciudad de Tom Pendergast, un mafioso metido a alcalde con una gran afición al jazz. Debido a eso y a sus turbios negocios, esta Gomorra era un hervidero de clubs donde no se cerraba de noche y en los que libremente circulaban el alcohol y todo tipo de estupefacientes con los que muchachos de barrios humildes se familiarizaban a muy temprana edad, y al que acudían primeras figuras del swing de aquella época. En uno de esos barrios, muy cerca del Reno Club, creció Charles Christopher Parker Jr. Sus primeros contactos con la música fueron tocando la tuba barítono en el College Lincoln. Debemos agradecerle a su madre que ese instrumento no le pareciera el más apropiado para el joven Charlie y a los once años le comprara su primer saxo alto, del que años más tarde se convertiría en su mejor intérprete. En aquellos tiempos Charlie dormía poco, pasaba gran parte de las noches escuchando desde la puerta de los locales –por su edad no le dejaban entrar– a los músicos que veneraba, como Art Tatum, Lester Young o Count Basie. El resto del día lo dedicaba a practicar metódicamente el saxofón, llegando a lograr una técnica de elevadísimo nivel. Escuchar, imitar y extrapolar continuamente los conceptos musicales de sus maestros de cabecera le proporcionaron la plataforma para alzar el vuelo y elevarse a una posición desde la que contemplar, en su conjunto, la música popular de su país en aquella primera mitad del siglo XX. En 1939 viajó a Nueva York, durante unos años en los que en una sola calle, la 52, había más de una docena de locales –entre ellos el Birdland, después en su honor– en los que un grupo bien nutrido de músicos de jazz peregrinaban de uno a otro en una especie de circuito en el que los artistas con cierta afinidad musical se reunían y alternaban informalmente para tocar en las llamadas Jam Sessions; este contacto supuso una oportunidad para el enriquecimiento artístico de muchos músicos, entre ellos Parker.
Al observar su corta vida, da la sensación de que a Yardbird no le hizo falta mucha más; condensó en poco tiempo lo que algunos no logran aun viviendo cien años. Se casó a los quince, a los diecisiete ya era padre, a los diecinueve se divorció y desde los veinticuatro a los treinta y tres hizo su mejor música. A pesar del mito de su vida descontrolada y esquizofrénica por el abuso de las drogas, en el escenario mostraba una gran dignidad: erguido, los pies ligeramente separados, los codos pegados al torso, como una figura de mármol de cuyo rostro no escapaba ni una señal. Mientras tocaba, quizá su mente estaba en algún lugar donde la pura creación artística era la protagonista.
Charlie Parker no hizo una revolución musical, pero evolucionó hasta tal punto el swing, esa música que tanto amaba y conocía, que los músicos a partir de entonces, independientemente del instrumento, tuvieron que tocar de otra manera; aprovechar la libertad que les proporcionó el vuelo de Parker, libertad para afrontar lo que a partir de 1950 ha sido y es él: la cueva de la alquimia del Jazz contemporáneo.

Libro recomendado: El perseguidor y otros relatos, Julio Cortázar
Disco recomendado: Bird & Diz (Verve, 1986)
Película: Bird, de Clint Eastwood (1988)