Las pasadas navidades nos encontramos una vez más con tres tipos de felicitaciones en la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico. Ordenadas de mayor a menor volumen fueron:
a) Presentaciones powerpoint, repletas de motivos cursis y proclamas infumables (los desocupados que se dedican a difundir estos engendros son legión).
b) Correos al por mayor (el remitente se ha molestado en escribir un mensaje, pero su intención es generalista para usarlo con todos sus contactos).
c) Mensajes personales.
En los dos primeros casos no existe un deseo auténtico de comunicación. Un mensaje que no considera a quien lo recibe desvela pronto su precariedad: no tiene destinatario. Quien lo envía, o no tiene nada que decir, o no está interesado en transmitirlo. Y llega a resultar insoportable cuando al remitente le gusta demasiado oírse.
Tal vez recordemos aquella clase del colegio en la que se hablaba de emisor, mensaje y receptor (en mi caso, el recuerdo viene asociado a los rizos, del color de las mazorcas en verano, de la chica de delante). Si alguien aspira a transmitir un mensaje a otra persona, deberá pensar en adecuarlo al receptor para que la comunicación tenga más posibilidades de éxito. Por algo no le pedimos cuarto y mitad de bombillas al carnicero ni escribimos este periódico en tagalo.
La mayoría de los errores del escritor principiante provienen de desentenderse del lector. Es necesario preguntarse a quién va dirigido un texto, o a quién le cuenta la historia el narrador. La persona que escribe está obligada a hacerse comprender aun cuando el ejercicio sea privado, como en el caso de un diario, si es que busca entender y entenderse. «En el proceso de escribir o pensar sobre uno mismo, uno se convierte en otro», dice Paul Auster. Incluso en este caso existe, además del emisor, un receptor al que tratar con generosidad.