Es larga la lista de catástrofes con que, tanto las religiones mayoritarias como las supersticiones de baja estofa, intentan manipular a la humanidad desde tiempos inmemoriales. Para ello recurren a toda clase de imágenes atroces: abismos, llamaradas, trompetas, inundaciones, impactos planetarios, hambrunas, plagas, invasiones. Por otra parte, la destrucción es también una táctica empleada por estados y grandes inversores que, en su deseo de reconstruir países, valoran los riesgos y beneficios de declarar una guerra, cuando no utilizan la amenaza como forma de control.

Los desastres nos atraen

Aunque desde una visión humanista del mundo rechacemos estas prácticas, no podemos dejar de señalar el poder de atracción que tienen los desastres. Lo saben, por ejemplo, en los despachos de Hollywood, donde no dudan en pagar los costosos efectos especiales que suministren al público su dosis de catástrofe, sea con el impacto de un meteorito, recreando historietas mayas o profecías del libro “perdido” de algún estafador con nombre ostentoso, mediante detalladas secuencias de inviernos nucleares, mostrando el canibalismo de una civilización extinta o con el hombre sucumbiendo bajo el poder emergente de las máquinas.
En el caso del arte, hay dos diferencias significativas en la forma de abordar esta temática: 1) conlleva una propuesta estética, y 2) parte del intento de estudiar y recrear la condición humana. Desde el punto de vista de los vencedores (como en la batalla de Qadesh, que representa a un gigantesco Ramsés II atropellando con su carro a decenas de enemigos), desde el de los masacrados ­­(como en la denuncia del Guernica), o en los centenares de versiones del Juicio Final, los artistas han indagado en el poder y la impotencia, en la fascinación y el miedo que ejerce la destrucción.
En la actualidad, cuando la versión católica del fin del mundo está aparentemente superada en los países occidentales, contamos con el relevo de la amenaza ecológica. El problema del agua aparece a diario en prensa. El miedo a la subida del nivel del mar está globalizado. Se celebran cumbres internacionales infructuosas. Y la culpa es nuestra. No podemos dejar de ser pecadores.

La amenaza ecológica: el nuevo miedo globalizado

¿Cómo no iba a abordar el arte este temor moderno?
Pablo Genovés lo hace de forma admirable en su serie de trabajos titulada Precipitados. Olas de dimensiones cantábricas embisten contra el altar de una catedral, el mar irrumpe por los pórticos de viejas bibliotecas, el desierto toma la platea de un teatro de la ópera. Nada escapa al poder destructor del agua, por exceso o escasez, en estado sólido, líquido o gaseoso.
Hay una serena belleza en la violencia de su propuesta. A esta sensación contribuye el material de base utilizado: postales antiguas que el artista persigue por mercadillos y anticuarios. El posterior trabajo de ampliación, fusión y retoque digital es comparable al del mejor orfebre. Los resultados sorprenden por su integración y realismo. En todas las obras destaca la sensación de nostalgia y la ausencia de personas, sólo representadas en estatuas o cuadros del decorado. Frente a ellas, el espectador se percibe a sí mismo como un superviviente de excepción.
El pavor de las estanterías repletas de libros ahogados, la irrupción fantástica de una nube en mitad de una sala de museo, el controvertido sentimiento de satisfacción ante un salón barroco fregado por el oleaje; Precipitados es una colección sorprendente de obras de arte que nos obligan a reaccionar y desear que, dentro de un siglo, nuestros nietos puedan mirarlas igual que hoy contemplamos un infierno de El Bosco, como un miedo superado.