“¿Qué hacemos con la lavadora? El piso nuevo ya tiene una en la cocina”

Mis padres se mudaban y había que buscar un nuevo dueño para la lavadora que apenas había enjabonado y escurrido unas decenas de veces. Un electrodoméstico usado solo podía interesar a alguien joven con poco dinero en el bolsillo y muchas ganas de independizarse. Conocía a la persona perfecta. Una mujer que se deja centrifugar para descubrir hasta dónde la puede llevar el siguiente giro del tambor. Alazne.

Es más simpática de lo normal. Eso pensé cuando la conocí en la fría oficina que se había creado en las viejas instalaciones de una tabacalera. Los antiguos vestuarios de las trabajadoras albergaban entonces a un variopinto grupo de desconocidos contratados para sacar adelante un programa de televisión. Un espacio sin humo donde no era difícil estar quemado. Salvo ella. Siempre tenía una sonrisa.

Las sonrisas permanentes me inquietan. Me preguntaba si estaba haciendo un papel. Cada vez que hablábamos la escrutaba para intentar descubrir qué pasaba por su cabeza mientras sus labios se movían. Sopesaba si su buen carácter era el resultado mágico de un extraño cóctel genético o había algo más. Quizás había descubierto que la mejor manera de desarmar a las personas es tratarlas con amabilidad. ¿Ser agradable implicaba dar la razón por sistema? Debía conocerla mejor, verla en una situación adversa para comprobar cómo reaccionaba.

Y un día ocurrió. Alazne presentaba una sección sobre informática dentro del atentado televisivo en el que trabajábamos. Uno de tantos programas que pasan sin pena ni gloria para el público, pero dejan su huella en quienes lo han sacado adelante. Los mejores minutos corrían a cargo de ella. Había ingenio, alegría y buenos guiones salidos de su puño y letra. Daba igual que hablara de blogs, compras en internet o podcast, la sorpresa estaba en descubrir el envoltorio que había ideado para cada explicación. Un día se calzaba el sombrero de Indiana Jones y otro le cogía prestada a Neo la larga capa negra que lucía en Matrix. Si algo no necesitaba era que alguien le dijera cómo hacer su trabajo. Pero hubo quien lo intentó.

De la misma forma que los padres deben aprender cuándo sus hijos están preparados para tomar las decisiones por sí mismos, los guionistas deben asumir cuándo no son necesarios. Si la madera de la puerta es tan bonita que no necesita ser pintada, coge la brocha y dale un repaso a las paredes. Pero hay brochas que no están dispuestas a que ni una sola superficie deje de pasar por debajo de sus cerdas. Todas deben llevar su impronta. ¿Cómo podría sobrevivir la bella veta natural de Alazne a las ínfulas de un rodillo empapado en pintura gruesa? ¿Sería capaz de mantener postura y sonrisa, o una de las dos cedería? Asistí al combate con palomitas virtuales.

Alazne miró al guionista con ojos de gacela, endulzó la voz y suavemente le dio las gracias por unos guiones que consideraba estupendos, pero le aseguró que no los necesitaba. Una tiza chirrió sobre la pizarra y cada uno volvió a su sitio. Ella había ganado la batalla sin levantar la voz. No era tan complaciente como parecía. Defendía su terreno. Sabía que era mejor que él. Opinaba detrás del gesto amable. Cuántos pensamientos podría haber ahí dentro que apenas llegaban a asomarse. Un misterio de mujer con un envoltorio de transparencia. La lavadora de mis padres iba a tener la oportunidad de llegar a conocer lo que muy pocos: el interior de Alazne.

 

Lo que los programas unen, las audiencias lo separan. Una persona que ves a diario de repente desaparece de tu vida. Un divorcio exprés sin reparto de gananciales. Como podría haber dicho Liz Taylor: el primero duele, al resto te acostumbras. Richard Burton regaló la mítica perla “Peregrina” a la actriz de ojos violeta. Una lavadora de segunda mano fue la joya que engarzó mis siguientes encuentros con otra actriz, Alazne.

La lavadora siguió centrifugando hasta juntarnos en un autobús urbano camino del centro. Una cita a contrarreloj para ponerse al día. La sonrisa seguía en su sitio y la ropa no tenía rastro de manchas. Había dejado la televisión para sacar adelante una revista y mantenía la ilusión a pesar de las dificultades. Era más de lo que podía decir de mí. Bajé en mi parada lamentando que este último giro le hubiera quitado los juguetes de las manos. El látigo y las gafas oscuras debían esperar en el fondo del armario sin la promesa de volver a ver la luz.

Los giros del tambor continuaban en silencio mientras la espuma se agitaba en su interior. Lo descubrí muchas revoluciones más tarde en la barra de un bar. Me disponía a pedir una cerveza cuando la vi. Alazne estaba feliz. Celebraba con un grupo de amigos algo muy importante: el derecho a lucir sus artefactos en público, aunque no fuera carnaval. Acababa de sacar su título de actriz profesional. Por fin el aire le dejaba hueco para poder moverse con libertad. Su expresión parecía más sincera y su voz más seductora. Estaba claro que usaba un buen suavizante. El espíritu de mi abuelo me poseyó con su tradicional manera de valorar la vida de los vecinos: todo les iba bien si tenían a los hijos colocados. Y Alazne había conseguido colocarse en la vía correcta.

La lavadora desaguó todo lo que llevaba dentro en un puerto pesquero. Allí, en un barco amarrado donde se celebraba un cumpleaños de bizarra temática ibicenca, nos volvimos a ver. Era inevitable preguntar por el estado de salud de nuestra joya común para romper el hielo. Y lo que llevaba tiempo temiéndome había ocurrido. El electrodoméstico de línea blanca había pasado a mejor vida y aquella noche estaba recibiendo un inmaculado funeral sin saberlo. Me sorprendí sintiendo pena, como el divorciado que recibe la sentencia firme semanas después de haber firmado los papeles. Saber que va a ocurrir no amortigua el dolor del final.

Tener un título no garantiza conseguir un trabajo. Una pequeña mentira del sistema educativo. Alazne seguía actuando, aunque el sueldo provenía de su labor detrás de las luces. Un golpe de viento podría cambiar el rumbo del barco, pero allí estábamos sobre la cubierta de un pesquero atado a tierra. Mirando a babor podías creer que estabas navegando por la bahía. Solo mirando a estribor volvías a la realidad. Ella mantenía la sonrisa y daba la espalda a las amarras, alzando su botellín en un mar de cuerpos vestidos de blanco.

¿Habría más giros una vez roto el motor centrifugador que nos unía? ¿Estaría a la altura la nueva lavadora que había ocupado el espacio de la otra bajo la encimera? Alazne había hecho una buena compra, porque el último giro llevaba tanta fuerza que había colocado su nombre en las noticias digitales. Una nueva serie de televisión se estrenaba y ella estaba entre el grupo de actores. Estaba y no estaba. Aparecía su nombre pero no conseguí reconocer su rostro en la foto de grupo que ilustraba la presentación oficial. Temía que una advenediza con el mismo nombre hubiera ocupado el lugar que le correspondía. Rastreé en internet pero nadie parecía haberle robado la identidad. La sombra de la duda me persiguió hasta el día del estreno.

Y entonces la vi al otro lado. Era Alazne, pero se empeñaban en llamarla Nekane. Nunca la había visto tan natural como actuando. Era más ella cuando no lo era. No podía creer que hubieran tardado tanto tiempo en darse cuenta. Noté un pitido dentro de la cabeza. Eran las revoluciones disparadas del nuevo y joven motor que estaba trabajando a plena potencia hasta dejar lisas las arrugas. Los créditos finales llenaron mi habitación del aroma de las sábanas recién lavadas secándose al sol.

Nos conocimos aquí arriba y ella triunfa “Allí abajo”. Aún siento en el pecho nuestro último abrazo después del éxito. Habrá más giros que marcarán nuevos destinos pero estoy seguro de que no perderá la sonrisa, porque ahora sabe que disfrutar de una colada impecable es posible. Toda una revelación cuando parece que la esperanza no es más que una cortina de humo. Y es que Alazne Etxeberria fue lista. La metió en la lavadora.