Salva presume de bíceps abultados y tableta abdominal. Últimamente ha descubierto las bondades de la depilación. Ya no lleva los pantalones caídos ni deja que asomen sus calzoncillos, como hace un par de años, cuando era moda vestirlos casi a la altura de las rodillas, informándonos puntualmente del modelo y estampado de la ropa interior. Ahora, con la piel convenientemente tostada, prefiere los bermudas que dibujan el contorno rotundo de sus nalgas y las camisetas de tirantes que desvelan sus potentes brazos musculados, la curva maciza de sus hombros.

Salva no se engaña, sabe que es vanidoso y se gusta así: ese cuerpo le ha costado lo suyo, es verdad, por eso se alegra cuando los amigos lo llaman Rambo  y se ríe con ellos si aluden a su metrosexualidad: supone que no es más que envidia, sobre todo cuando las amigas se acercan e imprimen sus dedos en la pelota de sus bíceps, admirando su consistencia.

No sabe de su suerte: él no necesita justificarse; puede andar erguido por las avenidas o por los callejones oscuros y atender con descaro las miradas que le dedican las chicas en la puerta de los bares o en la penumbra de un pub de moda; lo que venga después, engordará la lista de sus méritos y de sus logros: la fortuna ayuda a los audaces.

Hace cinco años la cineasta francesa Eléonore Pourriat rodó un corto titulado Majorité opprimée. Lo protagonizaba Pierre, un tipo sencillo. Por las mañanas lleva a su hijo en cochecito a la guardería, donde es recibido por un monitor con la cabeza cubierta por un velo, manifiestamente conforme con su voluntaria observación de la ley. Luego hace un poco de ejercicio con su bicicleta, se desabrocha un botón de la camisa para disfrutar del aire fresco. A su lado pasa corriendo una deportista con el torso desnudo, alguna mujer le dedica un silbido de admiración, girando la cabeza a su paso. Poco después, se cruza con un grupo de chicas que espera a que una amiga termine de orinar en un callejón. Le plantan cara a Pierre con gestos y comentarios obscenos… La lista de agresiones continúa hasta desembocar en una comisaría donde una policía escucha con evidente sorna su denuncia. Una llamada compungida a su mujer no encontrará mejor suerte: cuántas veces  le habrá dicho ella que no vaya provocando.

El mundo al revés: el destino de Pierre lo comparten millones de mujeres, por no hablar del que revela el monitor cubierto por un velo. El cambio de rol impacta al espectador: qué mal le sienta a la mujer ese papel de esperpento con la libido al aire, cómo choca el descaro con que exhiben sus pulsiones y las lanzan contra Pierre; qué indefenso se ve a ese pobre tipo sencillo…

Solo son dos historias: la real de Salva y la ficticia de Pierre. Las dos declaran lo mismo: no queremos ser hombres y no queremos ser menos que los hombres. Si los derroteros de la moda y la publicidad han provocado una sobrevaloración del cuerpo, si el desnudo es visión habitual en los medios de comunicación, si el exhibicionismo, el físico y ese lamentable desnudo psíquico, son moneda corriente, cómo puede sorprender que las jóvenes sucumban a ese reclamo continuo igual que sucumbe Salva. ¿Por qué Salva no tiene nada de lo que avergonzarse y a las mujeres se nos impone la vergüenza? ¿Por qué nuestra vanidad es invitación y la de Salva es su modo legítimo de andar por el mundo? Somos producto de nuestro tiempo. Hace casi medio siglo las mujeres quemaban sostenes en la plaza pública para escándalo de los pequeñoburgueses; hoy dicen que en feria llevan las bragas en la mano para escándalo de una concejala de fiestas de Málaga, que tal vez ocupe su cargo como resultado de los sostenes que esas mujeres conscientes de su dignidad quemaron hace años. La pena no es que chicas jóvenes luzcan sus cuerpos ligeros de ropa o lleven las bragas en la mano: la pena es que todavía haya hombres que vivan la libertad de elección de las mujeres como carta blanca para saciar en ellas su deseo, adornado con el desprecio que les merece su ligereza; la pena es que haya mujeres en cargos públicos dispuestas a censurar a las jóvenes sin caer en la cuenta de que con su censura alimentan el argumentario primitivo de tantos hombres que aún se creen legitimados por su sexo a actuar como actúan hacia Pierre las mujeres en el corto francés. La pena es que los cuerpos importen más que esta cultura que los pone continuamente en el escaparate de los medios como anzuelos útiles en la búsqueda de la felicidad. Lo censurable, lo verdaderamente ofensivo, la gran pena es la desnudez de las cabezas, esa obscena oquedad de las mentes que no logran vencer los prejuicios, que siguen estancadas en las etiquetas y solo actúan en la superficie de la realidad, ignorando el fondo.