Hace meses que lo temía, en las últimas semanas el rumor se extendió, pero yo no quería admitir que el Café Comercial fuese a cerrar. Entristece que selle sus puertas, como me pasa cuando terminan las buenas novelas, un viaje sorprendente o las puestas de sol. Íbamos muchas tardes después de salir de la universidad y también cuando hacíamos “novillos”. En alguna ocasión vimos a Cela, Alberti, Tierno Galván, Umbral y a tantos otros que admirábamos.

Una tarde conocimos a Benedetti (también lo visitábamos en El Central); ya respiraba con dificultad. Su mujer, una guardiana inflexible, nos permitía hacerle preguntas durante unos pocos minutos. Él se explayaba y nosotros sentíamos el privilegio de rozar a un ser que creíamos imprescindible y superior.

El Comercial era una segunda casa de lujo y, sin embargo, asequible; con uno o dos cafés –no teníamos para más− edificábamos fortalezas de palabras en las que convivimos muchas horas: maquinábamos revoluciones ingenuas, tratábamos de descifrar los mensajes de tediosas películas francesas de “arte y ensayo” y nos devanábamos los sesos queriendo entender a tal o cual filósofo de moda.

En la cabecera de nuestra mesa habitual se acomodaba Félix, un catalán corpulento que sorprendía con la aparente levedad de sus argumentos, por la sutileza de sus juicios. Lucas era el tipo de persona frenética que siempre apremia con urgencias inaplazables; estaba convencido de que, con tanta tecnología, el planeta iba a explosionar. Ismael mantenía una existencia desmedida ‒quizá la única que puede fecundar arte‒ y cada uno de sus poemas eran a vida o muerte; la emoción provocada por muchos de ellos perdura en mí.

Llevábamos trencas negras o azul marino y éramos peludos. Calculamos que un cierto desaliño nos ayudaría a entender mejor a Jung, o a Heidegger cuando afirmaba que el aburrimiento era “ese ahora detenido”, adversidad que a nosotros no nos sucedió; considerábamos la monotonía como una engañosa y primaria felicidad. Preferíamos entrenarnos para carreras cuyas metas fueran desintegrar verdades falsas.

Cristina era una devota de Maruja Mallo, se pintaba los mismos lunares en la cara y siempre llegaba acompañada de algún adorador que, invariablemente, se parecía a Pasolini. Supimos por su prima que, poco antes de suicidarse, había dejado constancia en un documento manuscrito de su deseo de legarnos, a cada uno de los nueve habituales de El Comercial, una obra suya; nunca tuvimos noticias de aquellos cuadros. Y lo más infame: su familia nos escondió la fecha del entierro.

Vivíamos sin estar preparados para la vida, pero enseguida aprendimos a mirar con modales mundanos por el ventanal del Café que, como el de un tren detenido, daba a la glorieta de Bilbao; a diferenciar los güisquis irlandeses de los escoceses; a retirar discretamente, en la librería Antonio Machado, los ejemplares de Ruedo Ibérico que nos conseguían. Y también aprendimos que las ideas individuales son una vanidad, una ilusión que nos hace creernos únicos. Ser, entre nosotros, era tener algo que contar y ser bien considerado dependía de la forma de contarlo.

La presencia de Lourdes fue breve, pero suficiente para enamorarnos a la mayoría. Su mirada, los hombros o la boca tenían un fuego que hacía palpitar las sienes. Nos obcecaba la sangre mientras leía sus evangelios maoístas, poniendo énfasis en cada palabra con el afán de que perdurara. Un día recibimos una postal suya desde Bremen (al Comercial podía dirigirse la correspondencia que luego se recogía de un cesto preparado al efecto). Ya nunca conocimos a nadie tan convencido de las ventajas ideológicas para los europeos si todos nos hubiéramos vestido y peinado igual. Sin necesidad de hablarlo, nos fue sencillo acordar que cualquier mujer que conociéramos debería tener algo que nos recordara a Lourdes o, por el contrario, no nos interesaría.

Queríamos ser libres de nosotros mismos para poder ver mejor. No aceptábamos los enigmas: si una pregunta podía ser acertadamente formulada, ya existía en ella, implícita, parte de su respuesta. Aceptábamos gozosos y apasionados los debates donde, oportunamente, nos dividíamos. Recuerdo la noche febril que nos distribuimos en dos bandos: los que apoyábamos la integridad de Sartre frente a los que defendían a Camus y atenuaban su individualismo moral. Las discusiones se extendían a lo largo de la calle Fuencarral, deteniéndonos cada dos portales con varios brazos en alto para pedir la palabra. Las agujas de nuestros relojes enloquecían y la noche o el día nunca llegaban a su tiempo. Cada uno era un almacén de sucesos, un depósito de dudas y aclaraciones. Enrique lo definió muy bien cuando recordó un lúcido fragmento de Clarice Lispector: «Vivir nos quitaba el sueño».

No buscábamos un solo destino para todos, sino nueve o diez, uno diferente para cada compañero. Cuando dejamos de ser dependientes de nuestros encuentros, tuvimos que aprender a valernos por nosotros mismos. Pasaron el tiempo y muchas otras cosas; para algunas, sobre todo las imprevistas, estoy seguro de que seguimos echándonos de menos.

Hoy me preguntaba dónde estarán aquellos cómplices. Sé que alguno murió, también que otros continúan insistiendo en mejorar el mundo. De unos pocos todavía mantengo sus direcciones: les escribiré. Este duelo por El Comercial es un motivo oportuno para reanudar la conversación, aunque sin poder apoyarnos en aquellas acogedoras mesas de mármol veteado donde Valentín, el camarero, dejaba caer entre las tazas, con la precisión de un verdadero aterrizaje, una pequeña hoja con la suma de lo consumido, apremiándonos con gestos comedidos y profesionales a que pagáramos la cuenta.