Cuenta la leyenda que Goliat, un gigante mercenario del ejército filisteo que durante cuarenta días asedió a los ejércitos de Israel, fue derrotado y herido por David, un pastorcillo de la tribu de Judá, con una honda y una piedra. En nuestros días nos enfrentamos a un Goliat mucho más poderoso, un nuevo gigante comercial al que la aprobación del nuevo Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (conocido como el TTIP por sus siglas en inglés) dotaría de una fuerza descomunal.

El TTIP, un acuerdo de libre comercio entre EEUU y la UE, conformaría el mayor mercado del mundo: entre las dos potencias suman cerca del 60% del PIB mundial, un tercio del comercio internacional de bienes y servicios y 800 millones de consumidores. Sus defensores argumentan que generará crecimiento económico, empleo y desarrollo.  La idea es estimular la economía con el aumento de las exportaciones, el comercio exterior y la competitividad; es decir, a través de la desregulación de los derechos sociales, la bajada de los salarios y la contención de todas las políticas públicas. Las cifras macroeconómicas no pueden ocultar el hecho de que, por una parte, una minoría continúa con su lógica de crecimiento y acumulación mientras, por otra, aumentan la pobreza y las desigualdades para las mayorías sociales. Sus consecuencias alcanzan a todos los niveles de la sociedad, la economía, la política… ¿Por qué en la calle no se habla de ello? ¿Por qué apenas sale en la televisión o en las portadas de la prensa internacional? La opacidad en las negociaciones es tal que ni siquiera los legisladores europeos tienen libre acceso a los documentos. La Comisión Europea tardó más de un año en lograr que el Consejo de la UE le permitiera publicar el mandato negociador, cuando este ya había sido filtrado en internet. ¿Cuáles son los motivos de este secretismo?

En realidad, la UE y EEUU discuten mucho más que un tratado de libre comercio. Su objetivo es armonizar normas, coordinar las leyes que vayan a tener impacto comercial y facilitar las inversiones. La cuestión es ¿esta homologación de normas tendería hacia las menos restrictivas de uno y otro lado? Por ejemplo, las normas europeas son más estrictas en cultivos transgénicos o en el uso de hormonas de crecimiento, los suplementos alimenticios o la aplicación masiva de antibióticos en el ganado, la privacidad de los datos, las explotaciones de hidrocarburos con la técnica del fracking, o cuestiones laborales. En este último punto, no hay que olvidar que EEUU solo ha suscrito 2 de los 8 Convenios fundamentales de la OIT (Organización Internacional del Trabajo).

Esta regulación común podría llegar hasta antes incluso de que nazcan las normas. Se negocia que se obligue a informar a la otra parte de proyectos legales con una posible incidencia en las relaciones comerciales transatlánticas, con la creación incluso de un órgano de cooperación regulatoria para supervisar que la norma en debate tenga en cuenta cómo está regulada la misma cuestión al otro lado del charco. Una supervisión que puede debilitar la iniciativa parlamentaria y da acceso antes a los lobbies en el proceso legislativo. Un tratado “comercial” de tal envergadura que es capaz de imponer a los gobiernos y parlamentos sus intereses en la elaboración de las leyes.

Por si esto no fuera suficiente, uno de los puntos más conflictivos del tratado es la creación de un tribunal privado de arbitraje y resolución de conflictos inversor-Estado (ISDS) que permita a las empresas obviar el sistema jurídico de cada país cuando crea que un estado se ha saltado lo convenido en el tratado, con la posibilidad de imponer multas multimillonarias. Para algunos defensores del TTIP, las diferentes opciones de los mecanismos de resolución de conflictos no dejan de ser tecnicismos, cuando no meros “detalles”. Pero lo cierto es que estos mecanismos de arbitraje funcionan hace años en el marco de otros acuerdos comerciales o de organismos económicos supranacionales y se conocen sus resultados. Por poner solo un –sangrante- ejemplo de entre las muchas demandas en curso: en 2012, la empresa de servicios francesa Veolia entabló una demanda contra Egipto ante el CIADI, organismo dependiente del Banco Mundial, por la elevación de 31€ el salario mínimo, lo que perjudicaba a sus intereses en el contrato de recogida de basura de Alejandría.

En el caso de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, los derechos especiales de demanda previstos para las corporaciones entrañan riesgos incalculables: 75.000 empresas podrían actuar para socavar desde un lado u otro del océano la legislación más progresista en materia de protección sanitaria, ambiental o laboral; un golpe de estado encubierto que entraña la eventual imposibilidad de aplicar políticas distintas a los enunciados neoliberales que laten en el TTIP. Las características de un tratado como este, dependiente además de la UE, harían materialmente imposible su modificación en el caso de que nuevas mayorías en los parlamentos nacionales la pidieran. Por eso es fundamental frenar su aprobación antes de que sea demasiado tarde. La idea de un gobierno mundial que supere a los estados toma forma, y lo hace despojándose del disfraz del poder político clásico para vestir el atuendo del poder económico y financiero, del que el TTIP es una de sus prendas.

El TTIP se asienta en un modelo de sociedad y de economía indiscutido e indiscutible: el capitalismo como el único sistema posible y el mejor. Asociar el incremento de los flujos comerciales y el crecimiento económico al bienestar del conjunto de la ciudadanía no es una verdad inmutable. En realidad, el TTIP responde a la necesidad intrínseca del capitalismo de ampliar las esferas de comercialización, la acumulación ilimitada de la riqueza y la mercantilización de la vida y sirve para apuntalar el modelo económico que está destruyendo la vida en el planeta. El comercio y las inversiones no pueden ser fines en sí mismos: la distribución de la riqueza, el crecimiento económico y la cuantificación de los indicadores macroeconómicos deben adecuarse, como mínimo, a los principios del desarrollo humano y sostenible, cuando no al planteamiento de otro modelo económico radicalmente distinto que parta de asumir, para empezar, los límites físicos del planeta, y se base en la solidaridad, la proximidad y la participación.

El gigante Goliat cobra unas dimensiones que nos hacen desear dar un paso atrás ante tamaño desafío. No debe ser así. Se necesitan muchos David, millones de nosotros, para vencer a Goliat. Pero es posible derrotarlo. Nos jugamos demasiado como para arrojar lejos la honda de la democracia y arrodillarnos bajos sus pies. Ignorarlo no evitará que nos aplaste.