por Sara Salguero

La humedad lo envuelve todo, está en los cristales de los coches, en los carteles, incluso en nuestros manillares. El viento zarandea las hojas de los árboles, haciéndolas sonar. Marta tirita. Sus uñas están moradas y en sus manos se aprecian cortes. No es el día de verano perfecto. Sin embargo, ella sonríe. Y yo también. Nuestras bicicletas avanzan al unísono. Durante un momento, la carretera queda aislada, solo el chirrido de las ruedas rompe el silencio. Mi mano se introduce en el bolsillo del pantalón, como si tuviera conciencia propia, y saca el teléfono móvil. Por un instante dudo, sé que es un acto temerario; reposo la mano sobre el manillar. Sin embargo, tengo más miedo de no poder inmortalizar este momento. Así que alzo el teléfono. Mis dedos se deslizan por la pantalla buscando el dibujo de una cámara. Una ráfaga de aire hace que la bicicleta se mueva en un pequeño zigzag. Mi sonrisa se desvanece, pierdo un poco el equilibro, pero logro enderezarme y mis labios llaman su nombre. Marta se gira, al principio insegura. El maquillaje no está en su sitio, deja ver alguna irregularidad en su rostro. Sonríe a la cámara, mientras balbucea insultos cariñosos y excusas sobre su cabello despeinado. La lluvia termina de correr el rímel de sus ojos. Pulso el botón y el flash arropa su figura. La fotografía aparece en la pantalla y suspiro aliviado. Cada vez que la miro, nuestros problemas de aquel verano se desvanecen, quedan atrás, se convierten en obstáculos para otros.