“¿Sabías que estuve a punto de presentar un programa de testimonios?”

Me confesó Julian Iantzi mirándome a los ojos. Estábamos repasando el contenido de una entrevista a la que le iban a someter en el magazine de tarde que pagaba mis facturas por aquel entonces. A unos centímetros de distancia conseguía hacerte sentir que solo existías tú. Debe ser eso que llaman magnetismo, pensé después. Conocido por presentar programas de aventura, resultaba exótico imaginárselo preguntando a una invitada cómo se enteró que su marido le ponía los cuernos con la vecina. Hice un casting para sustituir a Patricia Gaztañaga en ETB cuando fue contratada para presentar “El diario de Patricia” en Antena 3, lo sé, ¿cómo lo sabes?, y sé más cosas, no puede ser, tuviste que atender dos llamadas telefónicas de supuestos espectadores durante la prueba, una fue bastante dramática, lo recuerdo perfectamente, no entiendo cómo, bueno, esa voz al otro lado del teléfono era la mía.

Su incredulidad era la hija tardía de la que se casó conmigo el día que recibí la llamada telefónica que cambiaría mi vida. Una buena amiga me propuso participar en un casting de presentadores improvisando las llamadas que tendrían que atender en directo para poder valorar su capacidad ante lo inesperado. Mi primera reacción fue poner en duda mis habilidades para llevar adelante semejante empresa sin experiencia a mis espaldas. No iba a emitirse, era una prueba interna y, lo más importante, pagaban. La promesa de una nueva experiencia pudo más que el pánico al ridículo. Poco podía perder. Solo un puñado de autoestima estaba en juego.

Disponía de un lugar y una hora donde aparecer. Nada más. No había recibido indicación alguna que me ayudara a saber qué debía salir por mi boca en el momento que alguien dijera “tenemos una llamada, adelante, buenas tardes”. ¿Acaso uno puede prepararse para una situación así? ¿Debe ensayar delante del espejo o acosar a sus amigos con llamadas de broma? Parecía que la única alternativa era lanzarse sin red, por desgracia siempre he sentido mucho cariño por mis piernas. Abrigado por la noche que da credibilidad al absurdo, tejí una red de historias mínimas, de vidas que buscan ser escuchadas, para hacerlas mías camuflado detrás de un ficticio teléfono. Sin saberlo estaba escribiendo mi primer guión profesional y reescribiendo las páginas de lo que estaba por venir.

El calor de mi amiga era el único anclaje en un mundo que no era el mío. Agradecí que nadie tuviera demasiado interés en prestarme atención cuando entré en el edificio y me condujeron a la parte trasera de una sala de control. Este es tu micrófono y en esa pantalla puedes ver lo que está ocurriendo en la prueba, cuando pidan una llamada, tú hablas. El técnico se sentó delante de mí y quedé a resguardo de cualquier mirada. Aquello no parecía revestir mayor complicación si nadie debía aleccionarme. Entonces ¿por qué no lo hacía algún trabajador de la empresa?, ¿no podían o no querían?, ¿acaso era un marrón que todos rechazaron?, ¿se me estaba escapando algo? Mi mayor temor era que esperaran de mí algo que no fuera capaz de hacer, que descubrieran que era un impostor. Desdoblé el folio que había manchado con una letra infame la noche anterior y esperé protegido por mi escudo de papel. Ojeé la primera línea para darme fuerzas: Hombre con problemas de exceso de pelo. Era demasiado tarde para dar marcha atrás.

El estómago en un puño. La acción arranca delante de mis ojos. Una desconocida adopta el papel de presentadora y tres anónimos a sueldo están dispuestos a revelar supuestas intimidades, una y otra vez, a una larga galería de candidatos. Más de veinte. Nos esperan unas cuantas horas de ficción a los actores fijos de aquel teatro donde solo iba a cambiar el protagonista. Una cabeza asoma para avisar que mi momento ha llegado y escucho por primera vez el paso al vacío. Improviso nombre y localidad sin pensar. Eso parece fácil. Toca explicar el motivo de mi llamada y me dan ganas de gritar ¡pero si me habéis llamado vosotros! La mentira se apodera de mí y reconozco el terrible padecimiento que supone sufrir de hirsutismo. Lo peor es en verano, el pelo me da mucho calor, me paso el día sudando, y si me da por ir a la playa me avergüenza parecer un oso, ni siquiera puedo darme crema, se me forma un remolino pegajoso en todas partes. La guapa presentadora me propone la depilación, pero argumento que sería una locura un pelado completo por caro, doloroso y temporal. Me sugiere que a muchas mujeres les gustan los hombres peludos y con harto dolor le confieso que es uno de tantos mitos que se confirman falsos en la barra de un bar. Ella nada puede hacer por mí, solo escucharme y confiar que quienes la observan estén dando el visto bueno a sus dotes de confesora.

Salvada la primera ronda surge una duda fundamental. ¿Debe el peludo convertirse en personaje recurrente de la película de sesión continua? ¿O la repetición lastrará por apatía las intervenciones de los demás candidatos? Mi papel contiene su propia lista de personajes dispuestos a contar su historia y parece injusto haberlos hecho nacer para morir en silencio. Merecen su oportunidad y decido prestarles mi voz bajo los nombres de todas las personas que conozco. A partir de ese momento, los dramas y risas de la vida se suceden sin más coherencia que el azar. La soledad de un viudo que acaba de perder a su mujer, las hormonas de un adolescente encandilado por la invitada que luce escote, las tribulaciones de un padre que ha perdido el control de sus hijos y los anhelos secretos de un soltero adicto al porno. La lista empieza a consumirse y temo quedarme en blanco. Anoto ideas fugaces en el reverso del folio para adelantarme a las demandas de los insaciables directores de la farsa, sin embargo son tantas que hasta que el bolígrafo se vuelve lento y me hallo cara a cara sin nada en la cabeza. Una jovencita de melena larga y rubia sonríe sabiéndose atractiva y se supone que tengo algo que decirle. ¿Qué? Ella sigue sonriendo y solo puedo pensar que se parece a la Malú de Aprendiz. Se lo digo y reconoce abiertamente que está acostumbrada a la comparación porque se lo dicen mucho. ¿Me está siguiendo el juego o he dado en el clavo? Nada importa ya. Hemos embarcado en un mundo paralelo donde solo cuenta lo que están pensando quienes nos escuchan.

Exhausto, temo tener que repetir historias. A estas alturas es comprensible, me digo. La auto- justificación es el bálsamo imprescindible sin el que no se puede salir de casa. Arrugo el papel dispuesto a recordar los mejores personajes cuando la cabeza, esa que me dio paso la primera vez, vuelve a aparecer. Debe ser la directora del casting. Me sonríe animada. Parece contenta y me pide que sea el ex marido de la última invitada, aquella que acaba de reconocer que fue infiel en numerosas ocasiones mientras estaba casada. El cornudo la había pillado y tenía nombre propio: Fernando, del popular municipio Cabreo Descomunal.

El juego que se desarrollaba en la oscuridad se había vuelto real. A medida que pasaban las horas la lógica de lo que estaba ocurriendo parecía inevitable. Una vez deshecho el nudo que me ataba al sentido común, dejé de necesitar volver a ser yo. Hasta que la última llamada me devolvió la identidad y cayó el telón. Algunos rostros vinieron a despedirme e incluso uno me felicitó preñado de admiración. Quiso saber si trabajaba en un programa de cámara oculta. Sonrojado por la vergüenza, reconocí ser empleado en una administración de fincas. Luego supe que era el director de la cadena quien me había hablado.

Con mi dinero en el bolsillo cogí el autobús de vuelta a casa tentado de creer que lo que acababa de ocurrir no había pasado. Mirando a través de la ventanilla no reconocía a la persona que acababa de dejar atrás. Había sido otro. Eso era. Me habían implantado los recuerdos de otra persona con el detalle de entregarme también su sueldo. Todo había acabado, pensé entonces. Y no había hecho más que empezar.

Días después volvieron a reclamarme como voz anónima en el casting definitivo de los candidatos favoritos a conseguir el puesto. Apenas eran cinco o seis presentadores, trabajo fácil para mi otro yo. Conseguí engañarle con la promesa de euros extra y repetimos experiencia. Resultaba tentador jugar a ser quien toma la decisión final y elaboré mi propia quiniela personal sobre el mejor candidato a presentador. Había dos mujeres para las que el plató parecía su casa. Una morena y otra rubia. Ellas eran mis ganadoras de ficción. Antes de volver a su cajón, mi otro yo se cruzó en un pasillo de los estudios con la delgada presentadora de melena rubia. No pudo evitar decirle que era una de sus favoritas. Un desconocido amable que no se podía saber si era sincero abandonó el edificio creyendo que esta vez sí, era la última ocasión en que lo pisaba. Más tarde supo que ella fue la elegida. Se llamaba Emma García.

Contabilizar extractos bancarios y copiar actas de reuniones vecinales pasaron a ocupar las horas de mi jornada durante los siguientes meses como lo habían hecho los anteriores. Los días se sucedían con natural repetición hasta que, por recomendación de mi amiga, me propusieron trabajar en el mismo programa para el que se había hecho la selección de presentadores. Me advirtieron que podría ser redactor si contaba con las credenciales necesarias. ¿Eres periodista?, no, ya lo siento, ¿pero tienes alguna licenciatura?, sí, en empresariales, entonces empiezas el lunes. Fue la entrevista de trabajo más corta que he hecho en mi vida.

El día que entré en esa redacción pensé que sería algo temporal, una digresión en la línea natural de las cosas. Estaba claro que en cualquier momento descubrirían que era un impostor. Esta vez sí. Catorce años más tarde sigo pensando lo mismo.