“¿Queréis tomar algo? ¿Una cerveza?”

Así nos recibió la madre de una conocida cantante a las puertas de su casa. Esas cinco palabras fueron la distancia más corta jamás registrada entre el desconocimiento y la intimidad.

Miles de personas se cruzan con nosotros cada día. Con algunas decenas interactuamos y tan solo un puñado se anima a  dedicarnos unas palabras. Necesidad, corrección y simpatía nadan detrás de cada conexión. Superficiales, la mayoría. Un asomo de humanidad aparece solo fugazmente. Y se esconde un largo camino hasta la intimidad en las escasas ocasiones en que se deja ver. Son las curvas hacia el otro, largas y retorcidas como el más duro puerto de montaña. Será que así es como se llega a meta. O será que es así como quieren que lleguemos. Entonces aparece alguien que te ofrece un atajo. Te muestra el túnel hasta el centro de su universo. Y no puedes evitar correr para poder disfrutar de una de las noches más apasionantes que la vida te ha puesto delante.

Habíamos recorrido cientos de kilómetros en coche. Ella, mi compañera, al volante, cruzando los dedos para no tener que aparcar en línea. Yo, copiloto de segunda, pendiente del GPS para llegar a nuestra cita a tiempo. A Coruña nos esperaba al final de la tarde. Cansados del largo viaje, cargamos con el portátil y el escáner para digitalizar fotografías, rumbo a la casa de una mujer que jamás habíamos visto. Llevábamos horas de coche atrapadas en la ropa y nos mirábamos sabiendo cuál era nuestro objetivo: solventar la reunión de trabajo y volver rápidamente al hotel para descansar. Nos esperaban cuatro días de localizaciones y entrevistas en Galicia para preparar la grabación de un documental.

Cuando tocas el timbre de un desconocido nunca sabes lo que te vas a encontrar. Llevas el arrojo de la experiencia y la inseguridad de conocerte demasiado. Al otro lado puede esperarte desconfianza y resistencia o una cordial amabilidad. Sabes lo que buscas pero no cuál será el resultado. Los segundos de ascensor te aprietan las tripas mientras evitas mirarte al espejo. Y estás allí. Frente a una mujer elegante y seria para la que probablemente eres una molestia necesaria. Ella lo hace por su hija. Nosotros por nuestro sueldo. Y entonces nos ofrece una cerveza como si nos conociera de toda la vida. La tentación es infinita, pero el miedo a ser tomados por poco profesionales nos frena. Una oleada de inmediata simpatía envuelve la situación y se queda flotando desde entonces hasta hoy, cinco años después.

Vamos en busca de información, de historias de juventud de la hija de nuestra anfitriona. Y mientras buscamos una, nos vamos encontrando con la otra. La mujer casada con un cantante de ópera que tuvo dos hijas mellizas igual de preciosas, pero de diferente carácter. Llamaban a las pequeñas Guerra y Paz. La más guerrera alcanzó el éxito musical y la más pacífica tuvo una vida demasiado corta. Nos habla una mujer viuda que vive sola desde que la muerte y la fama se llevaron a sus hijas.

Queremos conocerla mejor, saber qué le gusta, con qué disfruta, y nos arrastra animada hasta su dormitorio. Le apasionan los sombreros. Se prueba para nosotros la mitad de su colección coqueteando con estilo. Le sientan bien, francamente bien. En su espacio más íntimo guarda las fotos de sus nietos, tiene dos: una niña de Guerra y un chico de Paz. Una abuela nunca ve a sus nietos tanto como le gustaría, por eso los tiene cerca, para sentir su compañía al acostarse y al despertar. Nos confiesa que nunca se levanta antes de la una del mediodía. El mundo no la reclama con horarios inflexibles y ha dejado que el cuerpo decida qué le sienta mejor. La noche ganó la partida al día.

Las primeras sombras asoman cuando nos muestra las fotografías de familia. Las tiene fuera de los álbumes, pensamos que desordenadas y resulta ser todo lo contrario. Está haciendo limpieza, quiere dejar a su hija las fotos clasificadas. Selecciona las mejores en un montón separado para que nadie tenga que hacerlo cuando ella no esté. Repasamos juntos a los protagonistas mientras registramos con el escáner las imágenes de una vida, la suya. Luce joven con su marido en la playa, sonríe rodeada de sus hijas y recuerda los veranos familiares en Sanxenxo. Evoca los juegos en la arena y las ganas de triunfar de Guerra. Presumida, rebelde e impulsiva, quería llegar a lo más alto cantando.

“Le teníamos dicho que no firmara ningún contrato sin hablar con nosotros antes, al fin y al cabo su padre era cantante y sabía del negocio. Dio igual. Un día apareció loca de contenta con un papel en la mano. Había firmado para cinco años sin consultarnos. Así era mi hija”, nos contó nuestra anfitriona con un suspiro. Hablaba la madre que sabe que sus hijos no van a obedecerle, pero no puede resistirse a intentarlo. “No nos gustaba mucho la música de Guerra hasta que grabó aquella canción con Andrea Bocelli”, reconoció. Era curioso. La afortunada rebeldía musical de su hija había regalado grandes momentos de diversión a sus desconocidos invitados. Comenzamos a comentar su discografía salpicada de anécdotas. Había caído la noche. Rechazar de nuevo las cervezas hubiera sido una grosería. A partir de ese momento las líneas entre obligación y placer se difuminaron.

La televisión de la sala estaba encendida. Un programa musical de Televisión Española sonaba cuando habíamos llegado a media tarde. A esas alturas ignorábamos cómo pretendían los programadores engancharnos a la pantalla. No era más que ruido de fondo. Las horas pasaban sin que nos diéramos cuenta y el cansancio del viaje había desaparecido por completo. Era nuestra primera vez alrededor de aquella mesa. Con la segunda cerveza no lo parecía. Los cuadernos estaban cerrados y el escáner desenchufado, las únicas anotaciones que queríamos hacer eran mentales.

La madre orgullosa salió a la luz para reivindicar su intervención en uno de los mayores éxitos de su hija. “La novia que tenía entonces Carlos Baute se acercó a mí en una tienda para contactar con Guerra”, nos reveló. Un encuentro casual que, de no haberse producido, nos hubiera privado del dueto más famoso de los últimos años. Detrás de cada hecho hay una cadena de acontecimientos y una madre siempre deja huella. O al menos lo intenta. “Le tengo dicho que se corte ese pelo, lo lleva demasiado largo para la edad que tiene”. Era la voz del general que quiere dirigir una guerra ingobernable.

Sin nada en común más que nuestras voluntades, debatimos sobre peluquería, moda y relaciones familiares hasta que los estómagos rugieron. Miramos los relojes. La hora de la cena había pasado hacía tiempo. Si nos marchábamos en ese momento tendríamos problemas para encontrar un local abierto. Nadie quería adelantar el final de la noche, así que la alargamos con queso de tetilla y bombones. Aunque nuestra anfitriona apenas picó algo, sus invitados dimos buena cuenta de la comida y vaciamos los platos. Nadie trabajaba, sólo compartíamos un tiempo inesperado. Nos habían puesto una alfombra roja y la cruzamos para compartir una deliciosa copa en la barra de aquella fiesta privada. Tres soledades se estaban acompañando más allá de la medianoche.

Ella quiso dejarse conocer y nosotros disfrutamos conociéndola. Las razones que nos habían reunido dejaron de importar cuando se produjo la conexión. Una honestidad que borró durante unas horas la distancia que nos separaba. Un guiso delicioso del que no puedes apuntar la receta. Al terminar la última cucharada estás condenado a peregrinar por cientos de restaurantes para volver a probar su exquisito sabor.

Fue una noche inolvidable. La noche que pasamos con Paz, la madre de Marta Sánchez.