Veo las fotos de las aglomeraciones en Calle Larios y, superada la claustrofobia digital, me ataca el recuerdo del concierto pachanguero que nos ofrecen (meten, insertan), cada Navidad, Semana Santa, Feria, Carnavales y no sé qué más. No cabe un alfiler.

Me repongo a tiempo de pensar en la oportunidad para los comerciantes porque, un café familiar, la cena con amigos y aprovechar el Black Friday, es lo que toca a continuación. Es entonces cuando logro tragar con que ya ni si quiera esperemos a estar en diciembre. Sobra apelar al significado religioso de la fiesta, no nos pongamos espesos. Tampoco toca ya hablar de las inminentes elecciones.

Los escaparates decorados, los villancicos y las luces estelares nos hacen pensar que un día es un día, pero aún debe transcurrir más de un mes para que acabe el periplo. Luego, (nos) empalmamos con las rebajas. Y es que la vida sigue, sigue en paro, con la reducción de plantilla, de salarios, de los derechos y con una economía de guerra en muchas casas. Suerte que prometen que este invierno será de los más cálidos, y que ha llegado la navidad con su verdadero espíritu de tarjeta de plástico.

Como en aquellos experimentos de los perros y las campanas de Pavlov: Árbol, luces y ¡Click! encienden el interruptor de nuestro animal consumista, suena la banda sonora del ¡Ooohhh! al unísono, brilla el papel de regalo y se empieza a hablar de la cena de empresa. Salivamos. Vamos al turrón.

Desde las terrazas más altas de Larios, algunos contemplan la escena y se frotan sus patas de mosca. Estaban deseando encender las luces, y ya tienen en mente cómo pasarnos la factura.