Lola Lorente, yo no quiero nada contigo.

Me sucede lo mismo que pasó con Rita Hayworth. Una tarde, entre escena y escena de Gilda, se lo dije: «Rita, no me quedaré aquí para ver cómo te quitas el otro guante; me cristalizarías las venas».

Después de Campanadas a medianoche, acompañé a Jeanne Moreau hasta su apartamento en la colina de Montmartre. Me comentó que Orson Welles, tras acabar una toma agotadora, estaba descansando en su hotel, y también me dijo que había esparcido pétalos de hortensias sobre la cama preparada para que nos abrazásemos. No entré en su casa. En el portal, lloramos; ni ella ni yo entendíamos mi decisión.

De Jacqueline Bisset me despedí para siempre después de aquella cena, íntima y prometedora, en el Gritti de Venecia.

En los sueños soy un hombre imaginativo y resuelto. Encontré para Rita una isla desierta, en Hawaii, donde pudo bañarse como ella había imaginado: desnuda y acariciada por peces transparentes. Conseguí para Jeanne Moreau una máquina del tiempo; siempre fantaseó con vivir unos días en el palacio de Cleopatra. Jacqueline era más emprendedora, por eso gestioné para ella una franquicia de Zara en el Olimpo. Contigo, Lola, no quiero nada, pero en sueños podría buscarte un ático en Manhattan, cercano al Actor’s Studio para que allí, con los métodos de Elia Kazan y Stanislavski, te transformaras en la mejor actriz de este siglo.

A mí me basta con observar los colores vivos de la ropa que vistes, inquietarme con el delicioso énfasis que acompaña cualquiera de tus gestos, disfrutar siendo un melómano de tu risa veraz.

Si se trata de sueños, estoy dispuesto. Pero más acá, en esta otra realidad, yo no quiero nada contigo.