por Nieves Pérez Amador

Me he separado del grupo con la excusa de comprar agua. Necesitaba recorrer a solas unos metros de vuelta al trabajo, es jueves y el monotema del desayuno ha saturado mi nivel de tolerancia. Pero hoy he reprimido mi adicción, solo he entrado en el supermercado. Cuando me pierdo, siempre acabo en un centro comercial. Encuentro refugio entre escaparates, halógenos y aire acondicionado. Entrar en las tiendas, rozar las prendas expuestas, mirar aquellas que puedo comprar, me calma. Puedo imaginar mi figura estilizada con esos zapatos de tacón  y mi escote resaltar con esa blusa negra de seda. Me imagino bella cuando estoy perdida, el recurso de la fantasía siempre es un traje a medida que me reconforta.

Este pequeño logro de contener la adicción de verme en los espejos,  pronto fracasa. El camino de regreso, plagado de cristales,  da la réplica continua de mi figura en dos dimensiones y mi fragilidad gana la partida: giro la mirada. Los vaqueros pegados, la melena ondeando con la brisa y mis gafas de carey, hacen que me sienta sofisticada. Camino satisfecha.

De repente, casi tropiezo con él. Sentado con las piernas totalmente extendidas, ocupa la mitad de la acera. Lo observo detenidamente. Roza los sesenta, pantalón y camisa negros, bambas de lona también oscuras y una cuidada barba que enmarca un rostro bello y triste. Me parece elegante. A su lado, un cartón con una petición escrita en mayúsculas: NECESITO AYUDA.

Sigo adelante sin darle limosna. Me parece mucho más digno que yo. En mi estómago se revuelven el café y el bocadillo que acabo de tomar en compañía de personas que, como yo, ocupan su tiempo en gastar dinero. Viajes, vestidos, vacaciones… Concentran nuestras preocupaciones, convirtiéndolas en mayúsculas, equiparándolas así a la petición de auxilio de este mendigo. Dentro de mi cabeza explota la burbuja de cristales artificiales que, al menos, el día de hoy pinchan mi conciencia.  Entro en la torre de cristal donde está mi oficina. Alta y poderosa domina toda la bahía, albergando vanidades y espejismos mientras, a sus pies, dignos mendigos de negro recogen las migajas que los caritativos habitantes del edificio tiran a las aceras.