No escribió nada de valor hasta que una mañana de invierno hundió ambas manos en su pecho y se arrancó el corazón. La ausencia de peso, esa sensación de sobrecogedora nada, y la visión de aquel órgano latiendo ante sus ojos fascinados le inspiraron para dar forma a un relato que semanas después acabaría ganando el certamen de texto breve más reputado de la ciudad, ‘La antena del picudo rojo’. Y así fue como, tras un acto de furiosa insensatez, empezó su extraño y efímero ascenso a la gloria literaria.

Necesitó cortarse un brazo para, transcurrido un año entero de mediocridad creativa, volver a recibir una mención (el segundo puesto) en otro concurso, el prestigioso ‘La habitación empapelada’. A la tercera vez que extirpó una parte de su ser, en este caso el hígado (del que surgió un largo poema que también resultó premiado), empezó a considerarse un artista con todas las letras, un auténtico genio propenso a recurrentes ataques de visceralidad. Y es que cada desprendimiento corporal al que se sometía desembocaba en un nuevo escrito. Todos ellos calificados como alardes de arrojo y entrega. De modo que, mecido por la adulación, asumió lo que consideró su destino.

En los corrillos literarios locales comenzaron, a través de comentarios tan sólo susurrados de unos a otros, a reconocer en él a un escritor zombi. Decían que pertenecía a esa larga y recóndita tradición que lo emparentaba con autores maravillosos y extremos (perfectos desconocidos para el gran público) que no vivían, aunque tampoco podía afirmarse que hubiesen muerto, que jamás precisaban de sueño ni sustento y que cada mañana conversaban con Dios para por las noches deleitar con sus chanzas al mismísimo diablo.

Por supuesto, aquellas habladurías encantaron a nuestro escritor (ahora ya) zombi que, tocado con imponente sombrero de ala ancha, acudía a ilustres entregas de premios y protagonizaba los más concurridos recitales. Su vida se convirtió en piropos y alharaca. Mientras tanto, él continuaba escribiendo y haciendo importantes sacrificios personales con los que mantener su ritmo de creación. Por ejemplo, tuvo que renunciar a una importante parte de su anatomía masculina para componer un cuento erótico (¡sacrificio descomunal aquel!), pero que consideró justo visto el aplauso y la aceptación que el texto cosechó. No fue premiado, lo cual le dolió, pero se olvidó pronto del disgusto porque la extracción de ambos pulmones, siguiente hito en su carrera, le brindó a su primera y recién finalizada novela, Retazos del zombi, un galardón de la máxima categoría, el certamen de ‘La estilográfica de iridio’.

Sí le dolió más deshacerse de su lengua (renunció a ella para poder concluir su poemario de debut, Excusas habladas), porque ésta le servía como vehículo para expresar sus desmesuradas opiniones en esas entrevistas que adoraba conceder. En uno de estos encuentros con la prensa, creo que en el último que pudo organizar, fue donde yo le conocí. Recuerdo que parecía una momia, que me produjo espanto tenerlo delante. Su éxito contrastaba con la imagen que proyectaba: le faltaba un brazo, también una pierna, con túnica cubría su cuerpo un deformado por la carencia de muchos órganos y su rostro, maldito rostro de color cetrino, no tenía nariz ni uno de los ojos, el derecho, lo que provocaba en el interlocutor un efecto perturbador, ya que uno no podía saber qué quería expresar con cada gesto.

Cuando llegó mi turno de pregunta, le interrogué sobre sus proyectos de futuro. Él calló durante un minuto, quizá dos. Luego habló del majestuoso e ilustre campo del ensayo, me dijo que había llegado su momento de sentar cátedra, palabras textuales, con una obra reflexiva e iluminadora, que lo encumbrase a lo más alto del Olimpo; aseguró además que se hallaba dispuesto a todo con tal de consumar este proyecto. No sólo quería ser un formidable autor de relato y novela, así como poeta, sino que prometió formular un pensamiento analítico, vertebrador y edificante jamás conocido.

Y estoy seguro de que se extendió en su respuesta, pero eso fue lo único que recogí en la pieza que publiqué al día siguiente. No supe nada más de él hasta que una mañana de invierno leí en un periódico de la competencia que el gran escritor zombi se había retirado. Ante la sorpresa de todos abandonaba las letras para siempre. Nadie podía clarificar el motivo de su renuncia, pero en los corrillos literarios de la ciudad se susurraba, y aún a día de hoy hay quien lo sigue susurrando, que cuando, entregado a la creación de su anticipado ensayo, el zombi se abrió la cabeza para extraer el cerebro y así pagar su deuda con las musas, no halló órgano que extirpar y la decepción, la fatalidad de su descubrimiento, lo sumió en la peor de las depresiones.