Encontré unos vídeos en los que aparecía mi madre cuando tenía cinco años menos que yo ahora. Llevaba el pelo corto con la permanente, falda recta por debajo de la rodilla y blusa abotonada hasta el cuello. Era el modo en el que una madre de familia se diferenciaba de una chica en edad de merecer: desapareciendo. Y las solteronas se vestían igual, incluso más tristes, como si llorasen el luto del marido que no pudo ser. La unidad de venta, definida por la misma ideología que controlaba el mercado, era la unidad familiar. Interesaba que nuestras madres se convencieran de que, de una forma u otra, el tiempo les alcanzaría. No existía crema, tratamiento reductor ni criolipólisis que venciesen al reloj de arena.

En la actualidad, Jennifer López o Eva Longoria, unas cuarentañeras perfectas y bien filtradas por la cámara, nos han convencido de que es posible estar tan estupendas como ellas si usamos cremas de quince euros, vamos al baño con regularidad y bailamos zumba en el salón de casa.

Compro mi ropa en las tiendas en las que lo hará mi sobrina dentro de muy poco, llevo el pelo largo y sigo afanada por pertenecer al club de las chicas-flor que aparecen en los anuncios de Desigual y canturrean que la vida es chula. Invadida por el espíritu de la eterna juventud, y tras ver el último anuncio de Loreal, adquiero toda la gama de efecto lifting inmediato, abandono el chocolate y duermo nueve horas al día. También voy tres tardes por semana al gimnasio.

Mientras nado, en el hilo musical suena Push It, de Salt-n-Pepa, y el monitor de aquagym fustiga a un grupo en la calle de al lado. El niño-tirano les grita: “¡No toquéis el suelo, la clase aún no ha terminado!”.

Me tengo que agarrar al borde de la piscina, porque casi confundo con un calambre la idea que me asalta: él no había nacido cuando yo bailaba esa canción en la discoteca. De mi muñeca, como otra falacia, cuelga la llave de la taquilla del carísimo Centro Wellness.

Ese prototipo de madura perfección que nos cuelan en los medios ¿no se debe a tratamientos de belleza a los que no accederé nunca, a las horas dedicadas por sus entrenadores personales o al montaje retocado de las imágenes?

La clase de aquagym ha finalizado y los alumnos se dirigen sonriendo hacia el jacuzzi. Me estoy engañando de nuevo, como nuestras madres, y además he perdido el ritmo con las reflexiones autocompasivas. Si Jenny y Eva han logrado dejar atrás su senescencia, también yo le daré la vuelta a mi reloj de arena. Un nuevo ímpetu me domina, ignoro el calambre y continúo nadando. Hiperventilo feliz y me alejo jadeando hacia mi horizonte. Ahora sí que soy una mujer del siglo XXI.