A mi madre.

No subí a su casa cuando fui a recoger a mi hermana para ir a aquella boda, llevaba prisa. Me sorprendió verla junto a ella, esperando en la puerta del parking. —A ver, deja que te mire —insistía en que bajara del coche. Yo sabía que estaba guapa y lo hice entre molesta y presumida, porque la falda se arrugaba a cada movimiento. Me gustó su cara de orgullo y me sentí aprobada, pero la duda de que ella esperaba otra cosa se alojó entre mis costillas, y no logré entender de qué se trataba hasta que recordé el chal dorado.

Hacía unos días lo había visto en un escaparate y recordé que ella tenía un hilo parecido, que a veces nos mostraba a las tres hermanas a modo de rifa pacífica. —¿Por qué no me haces un chal con el hilo dorado que tienes? He visto uno a ganchillo carísimo en una tienda pija—. Refunfuñó un poco porque llevaba días persiguiéndome para que comprase el hilo de la colcha de ganchillo familiar, que mis hermanas ya tenían. Como soy la tercera, por fin era mi turno, incluso habíamos acordado que sería de cuadros de colores, porque quería usarla en mi casa recién estrenada. Pero yo no tenía tiempo para comprarlo y siempre gastaba el dinero en comprar otras cosas, pensaba que podría hacérmela en cualquier otro momento.

Al día siguiente ya tenía un par de muestras del chal para que eligiese el modelo, y lo fue tejiendo, alternando la mirada entre este, su nieta y la televisión. Sus dedos apenas tocaban cada uno de los hilos que trenzaba, así, como si fuera fácil. Cuando estuvo terminado, bello y perfecto, se me antojaron unos adornos que lo rematasen porque no quedaba hilo suficiente para los flecos. Compré unas piedritas color ámbar que ella entretejió, una a una, esa misma tarde.

Me empeñé en combinarlo en la comunión del hijo de unos vecinos. Ella se asomaba entre la gente en plena ceremonia para sonreírme y asentir. —¿Es bonito, no?— y yo le dedicaba mi sonrisa más brillante, llena de la ternura y admiración que sentía por el volcán dormido que era mi madre.

Creo que no pasó ni un mes, no quiero hacer cuentas, hasta que llegó aquel derrame. Hoy sí, mañana no. Se había ido.

A veces lo saco solo para tocarlo, miro cada hilo, cada pequeño nudo del remate a mano, cada cuenta (y las que ya le van faltando) y me parece rozar la yema de sus dedos. El hilo me guiña con sus brillos, y yo hundo la cara en mi colcha dorada. Descubro que las sandalias, el bolso y el resto de complementos que tuve que comprar para combinar ese chal, superaban el precio de aquel otro de la tienda. Entonces entiendo que nada de lo anterior vale tanto como la sonrisa de mi madre ese día, ni ese último capricho que nos concedimos antes de que me dijese por última vez aquello de da un toque cuando llegues a casa.