A mi compañero de oficina le gusta buscar en Youtube vídeos de la Málaga antigua. En concreto, escenas de la ciudad de los sesenta y setenta. Me cuenta que la otra noche, mientras por divertimento buscaba imágenes de su padre, acabó encontrándose a sí mismo. O vio a alguien que “se me parece muchísimo de joven”, aclara enseguida. Observo el vídeo (apenas segundos) y creo que es él: mismos rasgos duros, idéntica mirada atenta, flotando sobre un mar de cabezas en fila. “Estuve allí, pero, ¿ese año? A lo mejor participé el siguiente, o el anterior”, titubea el presunto protagonista. ¿Cómo saber con certeza?

Resulta extraño contemplar nuestro pasado. Lo creemos ficción, defectuosa prueba de vida. Donde sucedido y soñado convergen igual que la luz y su reflejo. Y a menudo nos recordamos distintos. En lugar de tal y como fuimos, quizá como quisimos ser. Yo sé que todavía quiero ser. Aunque no sé qué o quién. Llevo horas rastreando una respuesta en Youtube. Ahí está todo. Al menos, lo grabado (ordenado por número de reproducciones, fecha y duración). Pero hay demasiado que la memoria no graba ni recuerda: vivencias, palabras, miradas y sonrisas que nos importaron, que un día imaginamos indelebles y el curso del tiempo ahogó de olvido. Reemplazadas por nuevos presentes. Hoy persigo esas huellas con mi ordenador. Tengo miedo de no hallarlas. Ya nadie existe sin dejar testimonio digital. Sin embargo, intuyo que sería mucho más aterrador reconocerme en un vídeo. Descubrirme de algún modo viral.