Acerca de Antonio Almansa

Fundador del Taller de Escritura Paréntesis, en 1988. Ha impartido cursos de escritura creativa en Madrid, Valencia, Vitoria, Oviedo y Málaga, y ha sido profesor invitado en Buenos Aires (Argentina) y Siena (Italia).

Felicitación (IV)

Düsseldorf, 16 de marzo de 2013

Querido Rafael:

Por fin he tenido una alegría; la necesitaba desde hacía tiempo. ¿Quieres que te cuente a qué se debe?
Hace dos semanas (los lunes por la tarde libramos en el trabajo), junto a mi compañero de piso, Argus Márkaris, caminamos bajo la lluvia hasta una calle angosta y poco iluminada, detrás de la estación del ferrocarril. Refugiados bajo el pequeño paraguas de Argus llegamos con los hombros empapados a un antiguo club de baile que él conocía, el Die Ecke der Leidenschaft. Sobre el umbral de la fachada, una pareja diseñada con tubos de neón celeste repetía invariablemente tres pasos de baile. En la semioscuridad del interior olía a una mezcla avinagrada de cerveza y maquillaje barato. A la izquierda, alrededor de unos veladores de mármol, estaban sentadas quince o veinte mujeres, quizá jubiladas o viudas; en el lado opuesto, acodados en la barra y simulando aplomo, ocho o diez jóvenes, sin duda inmigrantes, esperaban ser elegidos para bailar. En el centro, sobre la reducida pista redonda, dos parejas se movían torpemente al compás de Que c’est triste Venice, apretándose bajo los lunares blancos de luz que desprendía una bola espejada colgada del techo.
La señora Angelika Schulz, una bávara más alta que yo y el doble de ancha, sabía suficiente español. Mientras bailábamos me contó que había convivido once años con Eduardo, un comunista valenciano y exiliado, que prefirió permanecer junto a ella en Düseldorf hasta que una mañana, abstraído en la lectura del Mundo Obrero, un autobús lo aplastó en la Carlsplatz. En ese tiempo, y durante sus vacaciones en Alicante, Eduardo la convirtió en una devota de Lenin. Cuando yo le detallé que trabajaba en el Hotel Konditorei, que el banco me había desahuciado y que desde hacía un mes mi madre descansaba en la eternidad, a la señora Schulz le resbalaron dos espesos lagrimones como carámbanos caídos desde los aleros de sus pestañas postizas. No había terminado Gloria Lasso con su Bésame mucho cuando la señora Schulz se separó bruscamente unos centímetros de mí; levantó el puño derecho por encima de su cabeza rubia platino y exclamó solemnemente: «¡Viva la Revolución, viva España y viva mi novio!» Cuando salimos del Die Ecke der Leidenschaft hacía frío; le tiritaba la barbilla y yo le ofrecí mi chaqueta para que no se resfriara.
Desde que la señora Schulz determinó que fuese su novio, las cosas me han ido mejor: los domingos por la tarde voy a su casa y me quedo a dormir; llevo impecables los cuellos de las camisas y la raya de mi pantalón azul marino; como Eisbein (riquísimo codillo de cerdo asado) y Strudel, una tarta celestial de manzana que la señora Schulz me ofrece acompañándola con un guiño picarón: «Para que te pongas fuerte y bravo», me dice.
Aprendo, querido Rafael, cosas insospechadas; por ejemplo, respecto al sexo. A pesar de su corpulencia y sin previo aviso, la señora Schulz puede dar un salto olímpico sobre la cama, girar en el aire y posarse otra vez a cuatro patas: es su señal para invitarme a que me adentre… Pero estas son cosas que un caballero debe callar. Aunque no me resistiré a confesarte que sólo alcanza su frenético apogeo cuando fija la mirada en el enorme póster clavado en la pared, sobre el cabecero: en él (es obvio que después de un trucaje de imprenta) aparece Lenin estrechando amigablemente la mano a Eduardo. Después me ovillo y cobijo entre sus brazos como un pingüino bajo el cuerpo de su madre: me envuelve la serenidad de los anocheceres de Málaga y una espesa somnolencia de miel.
La señora Schulz me ha regalado la biblioteca de su difunto. Cuenta con unos doscientos tomos y otras tantas revistas que leo sin orden y con avidez: Marx, Marta Heinneker, ‘Playboy’, Althusser, Kafka, viñetas de Mafalda… Aprendo, querido Rafael, cosas que hasta ahora eran insospechadas para mí.

Un abrazo.

Felicitación (III)

Düsseldorf, 19 de febrero de 2013

Querido Rafael:

Durante lo que me quede de vida, te estaré agradecido por haber trasladado a Vélez-Málaga el cuerpo de mi madre y ocuparte de su entierro. Nadie, ni ella misma, intuimos su muerte súbita, pero arrastraré siempre la culpa por no haber estado presente en nuestra despedida. He sufrido, como no puedes adivinar, durante estos días y sus madrugadas; sobre todo en la mañana del 15, que imaginé su cara de cera y lejanía, el nicho en la cuarta altura, el ramo de insustituibles hortensias que tanto le gustaban y la lápida tal como quiso: de mármol blanco y sólo con su nombre, sin cruz ni apellidos.
El señor Egbert Fothen, mi jefe, me informó que en casos extremos podía ausentarme dos días del trabajo, pero también me recordó que el 16 y 17 –sábado y domingo siguientes− se celebraban dos bodas multitudinarias en el hotel, advirtiéndome que mi puesto sería ocupado por otro y que, si me marchaba a España, difícilmente podría recuperarlo.
Tú tienes una copia de las llaves de nuestra casa. En el último cajón de la máquina de coser de mi madre, encontrarás una caja de hojalata; la verás enseguida, en la tapa pone «Galletas La Aragonesa». Tiene un doble fondo que hice con una fina tabla de contrachapado forrada en tela azul celeste. En él, envueltas en papel de seda, hay cuatro monedas de oro con la efigie del rey Juan Carlos: cada una pesa veinte gramos y son conmemorativas del décimo aniversario de su reinado. Mi madre las compró por precaución, ya sabes, por si en el futuro me sobrevenía alguna necesidad insalvable. Te pido que las lleves a la calle Carretería y averigües, en algunos de los innumerables comercios que compran oro, cuál es el que ofrece mejor intercambio. Creo recordar uno, quizá el más solidario (todavía quedan personas bondadosas), que oferta abonar algo más por gramo si estás parado o has sido desahuciado.
Con el dinero que obtengas, quiero que pagues las facturas o recibos que te relaciono: 732,60 € al Banco de Santander, por unos gastos residuales de tramitación al estar obligados a quedarse con el piso que compré y no pude pagarles; 102,50 € para la farmacia Duarte, de una acumulación por “copagos” de las medicinas que mi madre necesitó en sus últimos meses; para el Ayuntamiento 118 € (más el 20% de recargo anual), que es el importe de dos recibos por recogida de basuras que no pudo satisfacer en su momento, cuando redujeron su pensión; y 201,75 €, por varios conceptos, a Ultramarinos Supremos, la tienda cercana a su portal, en Trinidad.
¿Palabras para agradecer tus atenciones? Tendré que inventarlas: no existen las que definan tu amistad y comprensión incalculables. Alguna vez, cuando me afiance en el Heinemann Konditorei y en Düsseldorf, tendré el orgullo de invitarte a venir para mostrarte esta maravillosa ciudad que por ahora, desgraciadamente, casi no conozco de día.

Un abrazo

Felicitación (II)

Düsseldorf, 24 de enero de 2013

Querido Rafael:

En Düsseldorf las cosas transcurren mejor de lo que imaginaba. No considero la hora y media que tardo en llegar al trabajo como una molestia insufrible; nunca sobrepaso ese tiempo (los autobuses son sorprendentemente puntuales). Tampoco es incómoda la vuelta a casa; dura lo mismo, pero con la ilusión por ordenar mi cuarto, escribir a mi madre, a nuestro amigo Elías, a ti, a Carolina, y si el cansancio me desvela, veo un rato Big Brother en la pequeña tele que cuelga de la pared en el saloncito compartido. Hay un canal español pero, al elegir, ganan siempre por mayoría mis compañeros de piso; los cuatro son griegos.
Ayer, mi jefe, el señor Egbert Fothen, me sorprendió hasta emocionarme. Por la tarde, antes de que comenzaran las cenas para los clientes del hotel, nos citó a los trabajadores en el comedor. Aunque cabíamos todos, prefirió dividirnos en dos grupos. Primero entró el de los alemanes. Entre silencio y silencio oíamos risas. Sin duda, lo que el señor Fothen les comunicaba debía ser agradable. Después nos llamaron a los demás: algunos albaneses, varios turcos, tres portugueses y yo. Al entrar se dirigió a mí sonriendo y, dándome unos golpecitos en la espalda, me dijo: “Spanien mucho korruption, ¿ja?”. La verdad es que sentirte reconocido, sobre todo cuando estás en un país extranjero, te alivia la soledad.
Abarcado por la pesadumbre, el señor Egbert Fothen nos enumeró las dificultades de la empresa (menor afluencia de clientes, obras necesarias para modernizar la recepción y los ascensores, promoción publicitaria del hotel en la zona asiática…).  El caso es que era preciso –asegurándonos previamente que de momento no nos bajaría el sueldo– racionalizar algunos gastos. En adelante, los albaneses, turcos, portugueses y yo, deberíamos pagar una pequeña cuota a la lavandería y sección de plancha por mantener pulcros nuestros uniformes de trabajo, los desayunos del amanecer ya no serían gratuitos y debíamos emplear al menos una hora diaria, en nuestros domicilios, para redactar un informe semanal sobre las posibles mejoras que cada uno desde su puesto sugiera a la dirección.
El señor Fothen, visiblemente enternecido, nos reveló que todos, empresa y trabajadores, formábamos una gran familia (eso dijo, “una gran familia”) y que más adelante, cuando todo fuese mejor, obtendríamos nuestra recompensa. Querido Rafael, si un desconocido me incluye en su familia, así, por tan poco a cambio, comprenderás que me sienta agasajado.
Sin embargo, no todo son buenas noticias. Le relaté lo mismo, con palabras parecidas, a nuestro común amigo Elías. No me contestó con otra carta, como yo esperaba, sino con un sucinto telegrama donde me insulta: “Eres un panoli y un ingenuo. Despierta de una puta vez, huevón”. Desde que se unió a los del 15M, Elías está hecho un radical, pero disculpo su enfado campechano. Por favor, tú que argumentas con tanta persuasión, trata de que recupere la cordura.

Un abrazo

Felicitación

Querido Rafael:

Mi nostalgia se deberá a una antigualla, pero aquellas felicitaciones por navidad (tarjetas a todo color con dibujos o fotos o reproducciones de cuadros y paisajes; el sobre a juego; el sello con un ave o un barco o una bandera) requerían la imaginación de quienes las enviaban; era una elección que, en cierto modo, representaba a cada uno de los remitentes. Ahora las felicitaciones son previsibles, peor redactadas y se hacen a través del correo electrónico; de mensajes por el móvil, pretendidamente originales y graciosos, que están multiplicados por cientos de miles en todo el país.
Los únicos christmas que todavía recibimos, en papel satinado y grueso y con su sobre, son el de la empresa que nos hizo una obra en la cocina, el de la compañía de la luz Iberdrola, el de seguros Santa Lucía o el de la zapatería Arreglos La Veloz, que es donde nos ponen las medias suelas.
Colocadas todas las felicitaciones sobre la cómoda del salón, abiertas y ordenadas por tamaños, el mueble parece un expositor de marcas que te desean cosas tan imprecisas como «lo más venturoso para el 2013». Tarjetones rubricados por los dueños o presidentes, cuyas firmas resultan ilegibles en la mayoría de los casos.
Te comento esto, querido Rafael, porque entre las recibidas me ha conmovido una felicitación bermellona del banco Santander, amablemente dedicada por don Emilio Botín. ¿Sabía él que el próximo jueves 17 debo acercarme a la sucursal del barrio para entregar las llaves de la casa que ya no puedo pagar? ¿Es un rasgo de humanidad, espontáneo o madurado, que trata de paliar mi angustia por estar obligado a seguir amortizando las mensualidades de la hipoteca generosamente concedida cuando yo estaba en paro? ¿Cabe la posibilidad de que me mandara la tarjeta de felicitación para reutilizarla como un salvoconducto en la sucursal y su director me admita la dación en pago que, si bien me dejaría igualmente en la calle, permitiese que mi inminente viaje a Düsseldorf fuera más sosegado y esperanzador?
En Düsseldorf me han ofrecido un puesto de camarero en el prestigioso Heinemann Konditorei. Sé que el trabajo nada tiene que ver con mi condición de topógrafo, pero aquí, ya sabes, hay poco que medir. Me pagarán 800, y me ceden un piso compartido con otros cuatro ilusionados compatriotas. Fraternizaré enseguida; conoces mi carácter.
Cuando lleguen las próximas navidades te alegraré con buenas noticias sobre mí. No esperes que te envíe un destartalado correo electrónico, tampoco un mensaje raquítico por el móvil. Te mandaré una felicitación como las de antes: papel grueso, motivos en relieve, sobre forrado, y buscaré un sello donde puedas ver el Rin.

Un abrazo