Düsseldorf, 16 de marzo de 2013
Querido Rafael:
Por fin he tenido una alegría; la necesitaba desde hacía tiempo. ¿Quieres que te cuente a qué se debe?
Hace dos semanas (los lunes por la tarde libramos en el trabajo), junto a mi compañero de piso, Argus Márkaris, caminamos bajo la lluvia hasta una calle angosta y poco iluminada, detrás de la estación del ferrocarril. Refugiados bajo el pequeño paraguas de Argus llegamos con los hombros empapados a un antiguo club de baile que él conocía, el Die Ecke der Leidenschaft. Sobre el umbral de la fachada, una pareja diseñada con tubos de neón celeste repetía invariablemente tres pasos de baile. En la semioscuridad del interior olía a una mezcla avinagrada de cerveza y maquillaje barato. A la izquierda, alrededor de unos veladores de mármol, estaban sentadas quince o veinte mujeres, quizá jubiladas o viudas; en el lado opuesto, acodados en la barra y simulando aplomo, ocho o diez jóvenes, sin duda inmigrantes, esperaban ser elegidos para bailar. En el centro, sobre la reducida pista redonda, dos parejas se movían torpemente al compás de Que c’est triste Venice, apretándose bajo los lunares blancos de luz que desprendía una bola espejada colgada del techo.
La señora Angelika Schulz, una bávara más alta que yo y el doble de ancha, sabía suficiente español. Mientras bailábamos me contó que había convivido once años con Eduardo, un comunista valenciano y exiliado, que prefirió permanecer junto a ella en Düseldorf hasta que una mañana, abstraído en la lectura del Mundo Obrero, un autobús lo aplastó en la Carlsplatz. En ese tiempo, y durante sus vacaciones en Alicante, Eduardo la convirtió en una devota de Lenin. Cuando yo le detallé que trabajaba en el Hotel Konditorei, que el banco me había desahuciado y que desde hacía un mes mi madre descansaba en la eternidad, a la señora Schulz le resbalaron dos espesos lagrimones como carámbanos caídos desde los aleros de sus pestañas postizas. No había terminado Gloria Lasso con su Bésame mucho cuando la señora Schulz se separó bruscamente unos centímetros de mí; levantó el puño derecho por encima de su cabeza rubia platino y exclamó solemnemente: «¡Viva la Revolución, viva España y viva mi novio!» Cuando salimos del Die Ecke der Leidenschaft hacía frío; le tiritaba la barbilla y yo le ofrecí mi chaqueta para que no se resfriara.
Desde que la señora Schulz determinó que fuese su novio, las cosas me han ido mejor: los domingos por la tarde voy a su casa y me quedo a dormir; llevo impecables los cuellos de las camisas y la raya de mi pantalón azul marino; como Eisbein (riquísimo codillo de cerdo asado) y Strudel, una tarta celestial de manzana que la señora Schulz me ofrece acompañándola con un guiño picarón: «Para que te pongas fuerte y bravo», me dice.
Aprendo, querido Rafael, cosas insospechadas; por ejemplo, respecto al sexo. A pesar de su corpulencia y sin previo aviso, la señora Schulz puede dar un salto olímpico sobre la cama, girar en el aire y posarse otra vez a cuatro patas: es su señal para invitarme a que me adentre… Pero estas son cosas que un caballero debe callar. Aunque no me resistiré a confesarte que sólo alcanza su frenético apogeo cuando fija la mirada en el enorme póster clavado en la pared, sobre el cabecero: en él (es obvio que después de un trucaje de imprenta) aparece Lenin estrechando amigablemente la mano a Eduardo. Después me ovillo y cobijo entre sus brazos como un pingüino bajo el cuerpo de su madre: me envuelve la serenidad de los anocheceres de Málaga y una espesa somnolencia de miel.
La señora Schulz me ha regalado la biblioteca de su difunto. Cuenta con unos doscientos tomos y otras tantas revistas que leo sin orden y con avidez: Marx, Marta Heinneker, ‘Playboy’, Althusser, Kafka, viñetas de Mafalda… Aprendo, querido Rafael, cosas que hasta ahora eran insospechadas para mí.
Un abrazo.