Ángel Olgoso
Los dos hombres caminamos en silencio sobre la tierra caliente y desolada. Nos trasladamos a algún lugar más herboso, una junquera quizá. El aire de la mañana es ya sofocador. El otro, que va delante, tironea de mí valiéndose de la cuerda que me ató al cuello. Cuando siente hambre, nos detenemos. Aferra su cuchillo curvo, desuella una de mis nalgas, extrae varias porciones mollares y cose el festón de piel. Una vez saciado con mi carne viva, continuamos andando. De este modo, precavidamente, sin acceder nunca a ninguna de mis vísceras, adorna las zonas menos huesudas con una extraña caligrafía de cicatrices. Cuando siente sed, basta una diminuta incisión del cuchillo curvo en una vena estratégica para que se provea de mi sangre, situándose debajo con la boca abierta, como los bebedores de lluvia. Noto entonces el corazón más liviano. Él, mostrando en sus movimientos un interés sincero y renovado, presiona otro jirón de tela contra la herida hasta que deja de sangrar. A veces, durante la interminable travesía, creo ver en lontananza un manchón verde, el perfil móvil y ensoñador de un oasis, de un regato, de un espejismo.
Excelente el relato de Ángel.
Sigo inmóvil, aunque ya tecleo. Escalofriante y bueno, pero terrible.