Me lo presentaron durante una comida y ya no pude despegármelo. “Es el corrector profesional”, comentaron, “lo hemos contratado para que retoque tus textos antes de ir a imprenta”. No me dijeron su nombre. Le tendí una mano. No la estrechó. Parecía un hombre de otro tiempo: alto y trajeado, con sombrero, bigote perfilado y monóculo tapando su ojo derecho. Se abstuvo de participar en la conversación y apenas si probó un par de bocados.

Aquella tarde le envié un correo electrónico a la dirección que me facilitaron. Adjuntos iban mis tres artículos para el siguiente número de la revista. No habían transcurrido más de cinco minutos cuando recibí respuesta. El asunto del mensaje rezaba “No, no, así no”. Con pocas y educadas palabras el corrector me instaba a leer las correcciones que había introducido en cada borrador. Pensé que aquello era imposible, no había tenido tiempo. Abrí los documentos y, en efecto, los encontré modificados, totalmente irreconocibles,  puntos de vista distintos a los originales. Se había adueñado de mis textos en un tiempo récord. No obstante, acepté sus cambios abrumado.

Al día siguiente el corrector vino a la redacción y se ofreció a corregir mi columna para el periódico. Agradecí su gesto, pero le dije que no era necesario. Él hizo caso omiso. Se quitó el sombrero y ocupó un terminal cercano. Durante un rato estuvo introduciendo variaciones. Como un mantra lo escuchaba mascullar “no, no, así no”. Luego se marchó sin decir adiós. A última hora borré su trabajo y presenté el mío al editor que, extrañado, me comentó que el artículo ya había sido mandado a cierre.

Esa misma noche intentaba yo dejar el coche en una angosta plaza de aparcamiento cerca de donde vivo, cuando una figura surgió de entre las sombras. Era el corrector. “No, no, así no”, oí que murmuraba. Me obligó a cederle el asiento de conductor. En una única maniobra estacionó el vehículo. Entonces subió a casa conmigo y fue apagando cada una de las luces que yo encendía, al tiempo que pulsaba el interruptor de otras. “Así sí, mejor con esta iluminación”. Además, sus manos detuvieron las mías cuando me desabrochaba los cordones de los zapatos. “No, no, así no, más fácil”. Tuve que preparar la cena cómo él quiso y di cuenta de ella en la mesa que él me indicó. Sólo cuando me dejó acostado y se sintió seguro de que sabría mantener la “postura correcta”, se marchó del piso.

Me levanté temprano. Escondido tras unas gafas de sol y mi gorra azul, salí de casa y cogí el autobús que lleva al puerto. Junto a los grandes buques y barcos paseé hasta la tarde. Esa noche Sara llegaba de su viaje y le había prometido vernos. Fui a su piso. Qué alegría. Pregunté cómo le había ido la semana. “Te veo muy demacrado, ¿estás bien?”, contestó ella. Mi respuesta fue un beso muy largo. Quitándonos la ropa, entramos en su cuarto. Sentí que me olvidaba de todo… “No, no, así no”, oí recriminar al corrector instantes antes de verme arrastrado a empujones fuera de la cama. Desnudo sobre la alfombra, vi cómo él ocupaba mi lugar. “Así sí, mucho mejor”, repetía una y otra vez mientras le hacía el amor a Sara y su monóculo se balanceaba de una teta a otra.

Esperé despierto. Llegó a casa de madrugada con una sonrisa de oreja a oreja. Le clavé un abrecartas a la altura del pecho. La inexperiencia hizo que mi puñalada no fuese profunda. Parte de la hoja quedó fuera. El corrector me miró con más decepción que dolor. “No, no, así no”, afirmó antes de agarrar el mango y atravesarse el corazón.