Además de funambulista, Ramón es un optimista descarado. Al salir de casa, se pinta una sonrisa de clown. Procura que sea lo más amplia posible, de manera que en ella quepan todas las impertinencias, malos humos, salidas de tono, faltas de educación que tiene que soportar de la gente que va a trabajar.

En el ascensor, su vecino del cuarto no le ha devuelto los buenos días. El hijo de Felisa ha salido del portal sin cederle el paso.  Al salir a la plaza, Ramón pisa un generoso truño del perro de Gonzalo, que vive dos bloques más a la derecha y a quien conoce de dos o tres mierdas aplastadas y poco más. ¡Cosas que pasan!, exclama sin dejar de estirar la sonrisa. Al menos, este incidente le ha permitido no pasar desapercibido en el autobús. Todo el mundo le ha dedicado una mirada abyecta al sospechar que el tufo que invadía el vehículo provenía de sus  desgastados zapatos. Lo siento, se ha disculpado, he pisado la caca del perro de Gonzalo. Su gratuita explicación les hace desviar la mirada, pero no así el asco.

Aunque llega a la oficina del INEM con bastante antelación, ya hay una letanía de personas en cola, como una hilera de acróbatas. Ramón da los buenos días y el guarda de seguridad le gruñe señalando el extremo de la línea. Ramón se cruza con miradas humilladas, rostros perplejos, algunos de ellos preguntándose aún el motivo por el que han llegado a parar allí. Ramón conoce esas expresiones, lleva bastantes meses acudiendo a la oficina de empleo para saber que suele ser así. Son gentes que salen de casa con prisas, sacan el perro a pasear, viajan crispados en el autobús y, sin saber muy bien cómo, se encuentran de repente en esa cola, trenzada como una soga.

El optimismo de Ramón obtiene cierta recompensa. Dentro de una semana sustituirá a un obrero en una fábrica de mobiliario urbano. Serán solo tres meses de trabajo, pero suficientes para ponerse al día con la hipoteca del piso y con la generosidad de algunos familiares. Ramón apunta las señas, el horario y las funciones que se le asignan.  Nada que ver con sus estudios universitarios, pero de eso ya consiguió zafarse. Sale de la oficina con su sonrisa pintada, tratando de caminar erguido. Al pasar junto al guarda, le saluda sin obtener respuesta. El ruido de la calle sustituye el silencio de la oficina de empleo, es como salir del tanatorio en hora punta. Mira alrededor. Todo son prisas, aristas en los rostros, absentismo de miradas. Todos parecen saber bien hacia dónde se dirigen. Nadie quiere cruzarse con la sonrisa de payaso de ese hombre que acaba de salir del INEM. Ramón deambula por el parque hasta llegar a una zona infantil. De repente,  se le ocurre trepar a lo alto de uno de los castillos de hierro. Al otro lado de la calle, detenido frente a un semáforo en rojo, el trajeado conductor de un BMW  le observa y sonríe. ¿Qué coño hace ese tipo?, se pregunta un segundo antes de hundir el pie en el acelerador.

Ramón se esfuerza en mantener el equilibrio sobre la barra de hierro. Nunca pensó que se le diera tan bien, pero alguien decidió que valía para eso: mantener el tipo. Como un funambulista sobre el alambre del paro. Su sonrisa bien perfilada es simétrica, ligeramente curvada, igual que la pértiga del equilibrista. Hace tiempo que Ramón comprendió que la vida no era más que un endiablado circo. En las gradas, los espectadores disfrutan de los trapecistas sin red, domadores con el cuello entre las fauces de una fiera, payasos a punto de pisar la piel de un plátano o funambulistas balanceándose sobre un alambre. Desde sus cómodos asientos, asisten al espectáculo, ajenos a que, cualquier día, un vehemente presentador les invitará a saltar a la arena y demostrar lo que valen.