1939. Esteban García deja atrás los prados verdes del norte, las casas de piedra gris en las que arde la lumbre las noches de invierno, el acento recio de sus paisanos, a los escasos familiares que no han sido pasados por las armas de los vencedores.  Recorre más de mil kilómetros hacia el sur, atravesando una tierra que ya no es la suya, pues los perdedores no tienen más patria que la que pesa en el corazón y en la memoria. Cuando esa tierra secuestrada se le acaba, atraviesa el Estrecho y desembarca en la costa marroquí. Desde allí, continúa su periplo más de sesenta kilómetros hasta Arbaoua, una pequeña ciudad situada en lo alto de un cerro. No posee nada más que la ropa que lleva puesta y el coraje que le ha empujado hasta esta tierra extraña. La gente del lugar le regalan su hospitalidad, techo y comida. Allí pasa un tiempo. Después, le hablan de Alcazarquivir, a tan solo quince kilómetros, donde viven muchos españoles que pueden ayudarle a establecerse. Mohamed Salah, uno de los habitantes del pueblo, tiene familia allí y se ofrece a llevarle. A pesar de la corta distancia, el acceso no es fácil, sólo un camino pedregoso que recorren en carro.

En Alcazarquivir, se quedan en casa del primo de Mohamed, Farid Salah, quien acoge a Esteban en su hogar. Farid tiene una familia numerosa, siete hijos e hijas, pero eso no le impide poner otro plato en su mesa. Esteban ayuda en todo lo que puede: las reparaciones de la casa, las labores de pescador del cabeza de familia, o acompaña a la esposa al mercado para cargar con las compras más pesadas. Mientras tanto, la familia de Farid sigue aumentando. En 1959 nace la más pequeña de los hermanos, Samira. Acude al colegio español y, a veces, Esteban le ayuda con las tareas escolares. Siente debilidad por la chiquilla. Ella disfruta especialmente al llegar la Navidad, que la familia celebra con sus vecinos españoles, igual que celebran juntos la Fiesta del Cordero.

Más tarde, Esteban consigue trabajo en el restaurante de una familia española, y se muda a la casa de un compatriota que vive solo desde que enviudó. Está puerta con puerta de la familia Salah. La madre de Samira envía por la mañana a su hija a recogerles la casa, “que no me entere yo que no dejas las camas bien hechas”, y Esteban siempre tiene algún regalo para ella. Por entonces no le van mal las cosas y ayuda a la familia de Farid en lo que necesiten. “A la niña que no le falte de nada”, dice.

Así transcurren los años. Esteban ha encontrado una segunda vida y una nueva familia. A menudo se refiere a España con una nostalgia teñida de rabia: no volverá a pisarla mientras Franco viva, dice. Finalmente, el dictador muere en su cama de pura vejez. Pero para Esteban ya era tarde: sus pulmones están enfermos a causa del tabaco. Tres años después la enfermedad se agrava. La familia Salah lo llevan a Tetuán, al hospital español, donde pueden atenderlo mejor que en Alcazarquivir. Samira lo visita allí con su hermano mayor. Es la última vez que lo ve.

2015. Samira y yo comentamos las noticias sobre los refugiados sirios con indignación y pena. Después, me habla de aquel republicano español que vivió con su familia cuando ella era niña. Los ojos le brillan cuando lo nombra: “Nunca lo olvidaré, era como mi abuelo”. Yo no puedo más que admirar su historia y preguntarme cuántos de los Esteban García que hoy huyen de otra guerra con el mismo miedo de entonces, dejando atrás sus hogares, familia e incluso la vida, tendrán la suerte de llegar a Alcazarquivir, se llame como se llame.