Me acaba de alegrar el día una foto de Cindy Crawford. Envuelta en un abrigo de plumas entreabierto, muestra su cuerpo en ropa interior -fina lencería de encaje negro- y pose de supermodelo. La  novedad: sin filtros ni photoshop, exhibe los estragos que el paso del tiempo deja hasta en el físico más afortunado. La imagen es de 2013, cuando la Crawford contaba con cuarenta y siete años, y aun conservando una espléndida figura, los muslos y el vientre muestran la flaccidez y la piel de naranja que tiene cualquier hija de vecino. Incluso una se permite la pequeña maldad de pensar “pues no es tan mayor para estar así…” y se reconcilia con su celulitis y sus patas de gallo.

Y aun así, la mujer de la fotografía es bellísima y poderosa, con el poder que le otorga mostrarse al mundo tal cual es. El poder que le da rebelarse contra la tiranía de cumplir con el canon de un cuerpo perfecto. Su belleza es real. La sensualidad que desprende, también.

Porque la verdadera sensualidad no está en la tersura de la piel, sino en el tacto, en el roce de los dedos y la oportunidad de las caricias, en el conocimiento del deseo ajeno que hace suyo, y del propio que no silencia sino que reclama para sí. El erotismo habita en la mirada cómplice de los ojos que se sonríen enmarcados en finas arrugas, restos de naufragios pasados. En las palabras susurradas al oído, en la voz que las modula con ternura, o con lujuria. En la entrega al otro sin avergonzarse por el temblor de la carne que transmuta la acidez de la juventud por el dulzor de la fruta madura.

Reivindiquemos nuestro cuerpo no solo como fuente de placer, sino como vehículo de nuestros deseos, sentimientos y fantasías. Correas de transmisión entre nuestro yo más íntimo y el otro, ya sea amante fugaz o compañero fiel.

No hay cirugía posible que repare las heridas de una pasión quebrada, ni botox que insufle vida a un corazón marchito. Pero sí podemos recomponer los fragmentos rotos en los que aún nos reflejamos, desechar los que ya no sirven y permitir al otro que se contemple en nuestro espejo. Sin retoques ni photoshop, tampoco en los sentimientos ni en las palabras. La vida es demasiado breve para plastificarla en pos de una absurda e imposible eterna juventud.