por Daniel Martín.
Dolores se llamaba Samanta. Y Dévora. Y Jennifer. Y treintaeuroscompletocariño. Pero tenía cara de mujer, no de puta. El óvalo comprendido desde la peluca hasta el cuello era un resumen de anécdotas de Lautrec; demasiado feas para plasmarlas en el lienzo y demasiado amargas para bebérselas con el café. Por eso Dolores sólo bebía ginebra, que como ella decía, desinfectaba a la vez que ayudaba a olvidar. El problema es que había bebido tanta que no se acordaba de lo que tenía que olvidar. Por si acaso, siempre miraba en el fondo del vaso, no fuera a ser que quedara un resto de algún mal recuerdo que no apurado, volviera a florecer.
Apoyada en la barra con sus garras rojo pasión ocupaba tan poco espacio que no necesitaba ni taburete. Pocos se paraban ya a mirarla, había adquirido categoría de mobiliario, era parte de la decoración inanimada del bar. Desde la línea de madera en que apoyaba su ginebra cada tarde mientras exhibía un catálogo de cicatrices, divisaba su particular mercado, y su economía subía o bajaba de forma directamente proporcional a los pantalones de los parroquianos de barra. Con cada céntimo que atesoró compró la renuncia a un sueño por cumplir las fantasías de otros, y por eso con sólo 46 años, tenía más dinero del que necesitaba para soñar y más sueños de los que podía comprar. En sus ojos se arremolinaba la pintura negra, casi aciaga, como si fuesen cuencas vacías a base de lágrimas que habían ido vomitando la realidad más oscura que pueda caber en un cuartucho de pensión. Su boca, siempre a juego con su manicura, se torcía en una mueca que mezclaba el dolor y el desencanto con el sabor empalagoso y fuerte de la ginebra, hay quienes decían que era porque siempre estaba intentando sonreír y a la vez, acordándose de algo por lo que no debía hacerlo.
Para Dolores todas las tardes eran la misma; a eso de las seis o las siete bajaba al bar, se fundía con la barra y esperaba que el camarero le sirviera su primera copa del día sin tener siquiera que pedirla. A partir de ahí la rutina variaba en función del número de clientes que se acercasen, por lo demás, nada había cambiado en más de veinte años. Ni siquiera el sitio exacto de la barra donde se apoyaba. Todo en ella parecía haberse detenido hacía mucho tiempo, y hay quien dice que los más aventureros compraban ratos de amor de catre para buscar en esos ojos verdes el origen del monumento vivo al desencanto que era, algo que nadie había descubierto aún. Por el barrio corrían todo tipo de rumores, desde que se enamoró de un marinero francés que nunca volvió, hasta que un famoso ex-presidente la dejó a los pies del altar cuando todavía sabía sonreír.
Las horas se amontonan en sus caderas mientras busca en la tercera ginebra de la tarde, y antes de que den las ocho uno de los habituales se acerca a ella:
-Hola cielo, ¿cómo estás hoy?
-¿Qué quieres, no me ves?
-Yo te veo muy bien, por lo menos mejor que a mi mujer, que ya es bastante. ¿Nos vamos un rato, Dolores?
-¿Tienes pasta?
-No, pero tengo farlopa, un par de gramos, ¿te hace?
-Vámonos cariño, que aquí ya sobramos.
Apura la ginebra de un trago, coge el bolso y sale a la calle. Todo parece nuevo cuando cruza las puertas del bar, pero es una novedad vieja, como su presencia cada tarde. Como un autómata sigue una trayectoria más o menos recta hasta la pensión que hay dos calles más abajo, y parando en el portal mientras manosea a su cliente le mete la mano en el bolsillo, saca la papelina prometida y se mete por la nariz el peso del olvido de lo que sucederá tres plantas más arriba.