por David Romero Pacheco
Siento el calor del sol rozando mi mejilla. Tras varios intentos, consigo separar mis párpados y deshacer la barrera que ocultaba la realidad. Son las doce de la mañana, comienza otro solitario día de desempleado cuarentón. Mi boca sabe a la amarga desazón del abandono desde hace ya cinco años. Cada día añoro la aburrida monotonía del trabajo y la falta de pasión de mi compañera. Nos conformamos con la costumbre de la presencia del otro hasta que algo irrumpe y lo fragmenta todo.
Permanezco un rato sentado sobre la cama mientras miro a mi alrededor. Todo parece limpio y ordenado bajo la luz blanca y cálida de la mañana. El olor a madera y libros transmite la falsa seguridad de un hogar, aún tratándose de las dos habitaciones de mi pequeño apartamento. En unos pasos estoy frente al espejo del baño. Mientras me peino, algo interfiere con la imagen duplicada del dormitorio. Enfoco la mirada sobre el reflejo de la estantería repleta de libros. Saltando de un volumen a otro, hay un petirrojo. Se habrá colado a través de la hoja abierta del balcón. Levanta y baja la colita al tiempo que emite un suave silbido. Desde el parque, llegan risas y voces de niños. Termino de asearme algo apresurado y vuelvo al dormitorio. Busco entre el desorden de mis cosas de viaje y cojo mi bastón de senderista. Respiro hondo. ¡Voy a dar un paseo!
Durante los pocos pasos que doy mis pies se mueven ligeros, casi ingrávidos. Los altos ficus del parque cercan, bajo una cúpula de hojas, un amplio espacio ocupado por columpios, asientos, una pista de tenis y la vieja fuente de piedra. Sentada al borde de la roca, una bonita mujer observa algo en el agua. Mira hacia arriba, como si hubiera notado que la observaba. Sus ojos sonríen al verme. Ignora la importancia de su gesto. ¡Ahora querré volver a verla!
Los árboles conforman un pasillo cercado. Unas decenas de metros más adelante queda atrás la risa de los niños, y su bonita mirada. Avanzo confiado entre los árboles. Al frente, una explosión de luz desvela el final del pasaje. Los árboles desaparecen bruscamente descubriendo el inicio de un vasto horizonte. Respiro. Atrás, la seguridad de lo estrecho y tangible. Doy un paso más. Mi cuerpo recupera su densidad y peso. En mi pecho, percibo la intensidad creciente de mis latidos, la amplitud del espacio abierto frente a mí. Miro al cielo, parece contemplarme empequeñeciendo el efímero significado de mi existencia. Me mareo. ¡Aquí está de nuevo! Cierro los ojos y me aferro con fuerza al bastón. Su delgado pero consistente metal logra sujetarme. Consigo despegarme del balcón y tumbarme en la cama, exhausto. He conseguido mirar hacia fuera durante algún minuto más. Quizás en un tiempo, pueda bajar al portal y dar un paseo.
David es, como el David de Goliat, demuestra su poderío cuando la coge; no la honda, si no la pluma, el bolígrafo, el lápiz, el ordenador o el principio de las historias: te las introduce en las neuronas y cuando más entusiasmado estás con ellas, cuando la pasión, el amor, el orgullo o la simpatía te ha hecho mella, te vuelve a la realidad aplastante de la vida en sus miles de facetas inesperadas, aplastantes o ingenuas y te das cuenta de lo simple que somos.
Por eso me gusta su modo de escribir:preparado, preparándose, para dar ese quíntuple salto mortal que nadie ha dado. Aventurado en encontrar lo nuevo desapercibido en lo revolucionario, estático o común de la nueva era.
Gracias Cristóbal por el apoyo de tus palabras. No diré nada del afecto que se transluce en el tono heroico de tu mensaje.
Un abrazo,