Caigo de rodillas en la playa. Mi madre, que conserva buenos reflejos a pesar de tener 72 años, sujeta las riendas del caballo y me pregunta qué ocurre, si es que estoy cansado de caminar. Le digo que he pisado un erizo, pero no es cierto. Lo que me duele es ver la Estatua de la Libertad delante, con sus 46 metros de altura, arrumbada en la orilla.

Ella mira la estatua y dice ¡bah!, es de los chinos. A veces es una suerte tener una madre de esas que llaman desnaturalizadas, resulta útil cuando decides adentrarte en la Zona Prohibida. Hemos venido aquí a pasear, beber un daiquiri y charlar. Así descansamos un rato de tanto simio.

O esa era la idea hasta que me he topado con la estatua. Me levanto, sacudo la arena de las piernas y digo a bocajarro que he besado en la boca a una chimpancé. Es bióloga y, tal como anda el planeta, está feliz de trabajar de dependienta en Zara. El problema es que no soy uno de esos que proclaman que los animales son más humanos que nosotros y que sólo les falta hablar, y en cuanto alguno habla lo tratan a patadas. A mí los animales me gustan, hablen o no, pero a una distancia respetuosa. Y voy y me lío con un mico.

Mi madre me escucha en silencio. Sabe que no entiendo por qué se casó con un orangután, tuvo cinco hijos de él y lo aguantó hasta la cremación. Una vez quise averiguar si mi padre le había dado algún placer. Ella me respondió que los monos van a lo suyo.

Hace tiempo que no le insisto en lo de buscarse alguna pareja con la que vivir un último amor. Ella tiene claro que eso se ha terminado. La comprendo, en muchas ocasiones asalta la pereza, pero ¿rendirse sin conocer el placer? Antes de que yo lo encontrase, llegué a pensar que la pasión sexual representada en las películas era puro cuento, un mito. Supongo que eso es lo que piensa ella. Da vértigo.

Vuelvo a mirar la mole varada en la playa y pregunto cómo sería una estatua de la libertad sexual. Mi madre responde que basta con remangarle el vestido y ponerle otra clase de antorcha en la mano. Nos reímos imaginando versiones en las que usa la corona como puño americano o, en lugar de la Constitución, sujeta el Kama sutra.

Al fin y al cabo, tiene razón, la estatua siempre ha sido de plástico. Sólo un iluso creería en una escultura de una machorra con cara de haberse clavado una espina. La libertad se encuentra en contadas ocasiones, cuando abres tu pensamiento un poco más allá, o sueñas sin alambradas, o bromeas con alguien, tal vez incluso con tu madre, acerca de algún tabú.