Guardas en el bolsillo tu tarjeta de identificación como un salvoconducto; un pasaporte que te permite viajar a tu infancia cuando estás quieto, muy quieto, como te han ordenado, dentro de una cápsula metálica capaz de fotografiar el futuro que te espera. Vas y vienes haciendo tiempo, como un desconcertado sin rumbo hasta la siguiente prueba médica: una biopsia de tus contradicciones. Subes a otra planta, bajas al sótano buscando alguna puerta donde, a cualquier precio, te vendan tiempo para admirar otra vez la nieve; alguna puerta donde puedas pedir perdón por aquel daño irreparable que hiciste y nadie merecía. Buscas puertas tras las que esperas encontrar a funcionarios amables que te entreguen una ficha donde escribir tu nuevo nombre, tu nueva dirección, tu nueva voluntad para comenzar una vida nueva. Pero esas puertas no existen ni en los más modernos hospitales.
Deambulas abandonado de ti mismo. Te encomiendas a todo el que lleve una bata con el anagrama del hospital, y confías en las máquinas y en las agujas y en los esparadrapos. A cada paso puedes creer en Dios y, enseguida, tiras tu creencia en la papelera más próxima. Toda cavilación te está permitida si eres un inquilino del hospital, un vecino del miedo.
Y cuando crees que estás vencido, recoges la fotografía que se le ha caído a una octogenaria, una anciana con el cuerpo transformado por la tragedia de la decrepitud. La recoges del suelo y le dices señora, se le ha caído esta foto, y ella te da las gracias con un gesto iluminado y, sin que se lo pidas, te cuenta que es el retrato de su nieto, y que la tontería de su cadera rota se arreglará pronto. Tiene que ser pronto –insiste– porque no hay nadie que le ponga mejor la merienda.
Y cuando creías estar vencido, te fijas en un hombre corpulento que debió desarraigar árboles o construyó casas o pescó atunes, y que ahora anda, con la respiración desigual y los pasos cortos de los derrotados, hasta esa Patagonia que es la cristalera del final del pasillo. Y dices buenos días, y notas su sorpresa de ensimismado. Pero a continuación te devuelve el saludo y te dice que su hijo está desempleado, que vuelve de Valencia para vivir en la alquería y trabajar los huertos. Es un buen chico –asegura–, aunque no tiene ni puta idea de la tierra. Pero a mí me sobra con el pulmón que me queda; no me hace falta el otro para enseñarle a conseguir el mejor huerto de por aquí.
Es entonces cuando vuelves a mojarte con la lengua los labios que te sabían amargos y decides rasgar la seda de tu penumbra, como decidieron la anciana y el hombre sin pulmón. El buen azar reclama su sitio, quiere ser convocado para ti: desde el fondo del pasillo se aproxima un amigo, y tú preguntas qué haces aquí, y te dice no quería que estuvieses solo. Al salir del hospital él se acerca más, te pone la mano sobre el hombro y paseáis un rato por el aparcamiento, ahora convertido en una Piazza Navona. En un Renault modesto, monta una pareja joven con un recién nacido en brazos; tiene el tamaño de una liebre y ya se aferra al cuello de su padre. Mañana será un asesino o un Papa o un poeta.