En 1988 –o quizá fue en el 89– vi actuar en Barcelona al prodigioso y legendario pianista Michel Petrucciani. Sufría una gravísima enfermedad ósea llamada osteogénesis, también conocida por el mal de los huesos de cristal, y apenas llegaba al metro de altura. Apareció en un lateral del escenario; su cuerpo atrofiado llegó tambaleándose hasta el piano, dejó caer las dos pequeñas muletas en el suelo y, sin ayuda, trepó a la banqueta. Mientras se acomodaba, imaginé las incontables situaciones que su desproporcionado cuerpo le habría dificultado para sentarse en un restaurante, subir a un taxi o mear en un urinario público. Incluso sospeché que, durante algún desaliento, quizá le había tentado acabar con sus atroces limitaciones físicas junto a un bote de pastillas, al borde de unas vías o desde el balcón de un ático.
La música atesorada en su cabeza comenzó a salirle por unos dedos cortos y gruesos que nadie habría supuesto de pianista. Para el inicio, Petrucciani mezcló la familiaridad de melodías conocidas con fascinantes improvisaciones, y a partir de ese principio su música absorbente eliminó la compasión que pudiera haber anidado en algún espectador. Su colosal actuación hizo olvidar al público el mínimo resto de pesadumbre que, de pecho en pecho, había recorrido las butacas del teatro. Sin duda, la perseverancia en el trabajo, la dignidad en la actitud y la firme decisión de mostrarse sin adornos fútiles embellecían a Petrucciani.
Me sucede lo mismo con Toulouse-Lautrec; raramente me acuerdo de su aspecto: continúan conmoviéndome los encuadres, la luz interior del Moulin Rouge o el Folies Bergère, los rostros de las prostitutas que pintó. Toulouse-Lautrec, Petrucciani o el escritor John Fante, que casi ciego y sin piernas por los estragos de la diabetes dictó su última novela a su mujer, nos estimulan a rechazar la obsesión por encajar nuestros cuerpos dentro de las tallas «ideales», a disimular arrugas o a comer como gorriones para no temer la comparación con los cánones de belleza impuestos por la fugacidad de las modas y su industria.
Entre los programas televisivos de entretenimiento me gusta La Voz; sobre todo, la primera fase del concurso, cuando los examinadores (entrenadores o consejeros: coaches, en el anglicismo cateto y estúpido que usan en el programa) deben elegir a los concursantes sin haberlos conocido previamente, sin poder observarlos durante su actuación, solo atentos a la calidad de la voz. Importa poco la edad de los participantes; la mayoría suelen ser personas como las que nos cruzamos en la calle o nos atienden en un comercio. También se presentan otros que, de no existir la modalidad de elección «a ciegas» para los seleccionadores, jamás hubieran acudido al concurso: puede ser una joven rellenita, torturada por miradas burlonas en la discoteca, pero con una voz desgarrada a lo Janis Joplin; un flamenco embadurnado de gomina y desdentado, pero con heridas en la garganta similares a las de José Mercé; un par de gemelas vestidas con una cursilería desafiante pero cuyas voces unísonas recuerdan a la de Tina Turner en sus comienzos.
Estos concursantes, en su mayoría cruelmente rechazados por nuestra inestable y gregaria idea de la belleza, defienden a golpes de ardor y tenacidad su lugar en la música y en el mundo. A veces triunfan si durante la noche de su presentación son elegidos para continuar en el programa. Cuando los nervios les traicionan y desafinan y son eliminados, su respuesta a la adversidad suele ser unánime: Continuaré trabajando para mejorar; la música es mi vida. Su actitud es bella y sólida frente a los logros rápidos que pretenden alcanzar los vagos y mediocres: el consumo de reconocimientos inmediatos a cambio del menor esfuerzo, confiados a la suerte y a su ensayada apariencia comprada en una boutique de lujo.
Petrucianni con partituras imposibles que resuelven sus dedos vertiginosos; Lautrec en lienzos donde plasma gestos atormentados en los que presentimos las historias de unas desheredadas; Fante, que inventó personajes para describirnos la sordidez del desamparo, o el tesón de algunos aspirantes por mostrar sus aptitudes y vencer el desprecio social, impulsan la belleza inteligente y perdurable que nos anima a creer que no todo está perdido. Todavía.
Muy de acuerdo contigo, Antonio. El frenesí adquirido nos hace olvidarnos la mayoría de las veces de la belleza de la constancia, que en definitiva suele ser más real y más estable. Me gusta mucho la definición en la que clasificas a los vagos y mediocres. Tu artículo anima a luchar.
Claro que debemos luchar. Desenmascarar aquellas ideologías y a sus portavoces cuando tratan de inculcarnos unas relaciones sociales donde la pillería en el trueque ventajista, los beneficios sin esfuerzos previos o la imagen impuesta y reproducida de modelos estéticos desprecian el talento laborioso y discrepante. Te saludo y recuerdo tus artículos de viajero inteligente.
Discriminar, que verbo tan doloroso. Puede hacer que un alma noble sea derribada y aplastada. ¿Quién determinó los parámetros de la belleza, para que solo se considere lo que se ve a simple vista? Solo el amor por los demás desintegrará esta absurda diferencia.
Discriminar no es un error y no siempre conduce a la injusticia. Para crecer necesitamos discriminar, separar esto de aquello, elegir. En el caso del programa La Voz, afortunadamente –en eso estoy de acuerdo contigo– no acontece la infamia que supondría marginar a un aspirante por no cumplir ciertas premisas estéticas: solo atienden, al menos en las primeras etapas del programa, a sus cualidades artísticas. Gracias por tu opinión, Luisa.