Quizá por casualidad o porque son cada vez más numerosas, esta mañana me he fijado en varias parejas que, charlando animadamente, paseaban de la mano por Alcalá y El Retiro. Parejas que me llamaron la atención por su desigualdad: ellos entre cincuenta y cinco y sesenta, ellas de unos treinta a cuarenta.
Observé que tal desigualdad, en la mayoría de los casos, se convertía en una diferencia mitigada por la coincidencia de sus sonrisas, la complicidad de sus caricias o la divertida eventualidad de atraerles el mismo objeto en un escaparate.
–Continuemos por allí –proponía ella señalando al azar. Y sin ninguna oposición, caminaban hacia «allí».
Me pareció que en ellos, los hombres, había arraigado el rechazo a discutir por cuestiones banales, y elegían una amable disposición para aceptar cualquier propuesta con la convicción de que, en todas, podía existir una sorpresa gozosa o una encrucijada atrayente. No sospeché que, por adaptarse a la situación, se convirtieran en edulcorados acompañantes o en tácticos escoltas a la espera de algún botín.
Sentada en una terraza de Alcalá, cercana a mi mesa, había otra pareja de las mismas características. Ella parecía decidida a desentenderse de asuntos que no tuvieran que ver con la intensidad de su dicha, es decir, con el tono más o menos oscuro del café recién servido o con el olor del pecho del hombre que estaba a su lado y al que, sin equívocos, amaba en la eternidad de ese momento. Algo me decía que él –así lo percibí– no abdicaría de ninguna de sus convicciones esenciales; no dimitiría de sí mismo. En su mirada, la de ella, adiviné el placentero aturdimiento provocado por un hombre que, sin prevenciones, se mostraba construido de mantequilla y piedra, con algunas ideas inquebrantables y muchas otras inconsistentes, y que esas contradicciones, lejos de debilitarle, cimentaban en él la serenidad de quien sabe evocar con humor las batallas perdidas y aspira a otros enfrentamientos.
Ella admiraba al hombre que jugaba con la razón y los sueños como si fueran simples fichas en el tablero de la existencia. Él oreaba al sol su pasado y su presente, exponía lo que sabía y avisaba de lo que seguramente no entendería jamás. Resultaba burlón al relatar sus experiencias, divertido al reírse de sí mismo y firme al asegurar -creí entender- que saber morir cuesta una vida y que en esa vida la dignidad está antes que la alegría o el dolor. Ella movía las manos como si desempaquetara ideas, se manifestaba con convicción, rebatía o acordaba con una lucidez irreverente, como debe ser la inteligencia: sin duda, los dos eran igualmente fértiles.
Un poco más allá, otras dos mesas eran ocupadas por sendas parejas. Una, veinteañera, contrastaba con su amor jovial de garrafón; compulsivos, vociferaban imprecisiones. La otra, cuarentona, de pocas palabras, normal (en el sentido más terrible de la palabra «normal»), impensable inventora de un par de vicios secretos e inefables, miraba a hurtadillas a la pareja desigual; percibí un amargo tono de censura cuando les oí la expresión “capricho”, refiriéndose a él o quizá a ella, o a los dos. Recordé que Oscar Wilde distinguía el amor de un capricho, asegurando que un capricho, a diferencia del primero, puede durar toda la vida.