En todo regreso la mirada entabla un combate desigual con la memoria. La sorpresa siguiente no siempre es celebración del reencuentro. Sucede igual cuando descubrimos las transformaciones que ha imprimido el tiempo en la fisonomía de los amigos a los que perdimos de vista en alguna desviación de la vida: en el deslustre de su piel vislumbramos el de la nuestra, advertimos nuestra caducidad al contemplar el rastro de lo caduco en su imagen.
Sabina canta que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. El verso me vale sobre todo si se piensa en esos escenarios de la infancia a los que regresamos espoleados por una añoranza ingenua, esperando reencontrarnos con el niño que fuimos en el perímetro del mundo que habitábamos entonces. En el Rincón de la Victoria apenas quedan reencuentros posibles. El rastro del tiempo es un costurón de ladrillo en su anatomía, tapiada de frente y de perfil a lo largo de la costa. Había sido un pueblo marinero que olía a brasas y a salitre frente al mar, a higueras y a huertos tierra adentro, a dama de noche y jazmín en la frescura marítima del anochecer. Eran los setenta; aún no nos habían asfaltado la existencia y el Rincón apenas contaba seis mil habitantes. Desde el primer piso de uno de los todavía escasos bloques alzados tras la carretera, podíamos contemplar el mar y sus variaciones. La casa era un área de servicio adonde solo regresábamos para comer y para dormir, y el verano, una extensión ilimitada de mundo a nuestra disposición, desde las mañanas en el copo hasta las noches animadas por la estridencia de los grillos. Las vacaciones de la infancia se llenaban de after-sun y de Mirindas en los merenderos donde sonaba el Achilipú de la Terremoto y Albert Hammond cantaba Échame a mí la culpa.
Pocas experiencias resisten la comparación con la felicidad sencilla de afrontar las olas entre gritos que celebraban el rizo amenazante de sus crestas o la violencia de su estallido cerca de la orilla. Sin saberlo, esa niña que desafiaba las olas y que al atardecer pedaleaba recorriendo los caminos de tierra por las incipientes urbanizaciones del interior, estaba inaugurando con su excitación marítima y su bicicleta cimas de libertad, probablemente las más altas que recuerda.
En el Rincón al que regreso hoy subsisten las olas y el promontorio imponente del Cantal. Es cuanto queda del Rincón-niño. Apenas abandonamos la orilla, se alza el rostro desfigurado de una ciudad-dormitorio para cuarenta y dos mil habitantes. Las formas, los sonidos, los olores son los de cualquier ciudad española víctima del salvaje boom urbanístico y especializada en el turismo nacional. La costa dibuja un paseo con carril-bici donde hace años estaba, entre túneles, la “carretera chica”. En las tardes de verano, cuando refresca, se llena de ciclistas y runneadores ensimismados en el envoltorio musical de sus auriculares, ajenos al pulso coral del oleaje.
No debiste tratar de volver.
Maravilloso artículo. Ada. Una prosa muy bella y certera -como siempre- para describir ese sentimiento que todos experimentamos ante el recuerdo de la infancia pérdida y los momentos que no volverán.