Tuve una vez una amiga que abominaba del feminismo. Con eclecticismo ejemplar, trazaba el retrato de las aborrecibles feministas reuniendo en él la estética varonil de las lesbianas de cráneo rapado con la escandalosa ética de las progres promiscuas, aficionadas a la planificación familiar por la vía del aborto-exprés. Licenciosas y amorales machorras, en definitiva. Dejamos de tratarnos cuando me empeñé en desenredarle la maraña mental que le habían fabricado a dos manos la ignorancia y la osadía, esa incendiaria pareja.

El prejuicio resulta tanto más inquietante si se tiene en cuenta que esta amiga es docente y asidua de las aulas de la ESO, ese espacio desordenado de eclosión hormonal y rebeldía incipiente que vuelve a ser caldo de cultivo de la desigualdad. Las clases se han convertido en un cuadrilátero inflamado de tensión donde se dirimen las luchas de poder que provoca la cuestión del género entre los adolescentes. Las estadísticas confirman el diagnóstico que en los últimos años vienen avanzando profesores atentos a la convivencia de los jóvenes: el machismo y los estereotipos de género perviven y prosperan en los centros educativos españoles, añadiendo a los patrones de conducta aprendidos de los mayores y de los insistentes mensajes sexistas de la publicidad, la sofisticación de las nuevas tecnologías: 6 de cada 10 chicas sufre ciberacoso por parte de sus novios y amigos; el 33% de los jóvenes acepta la denominada violencia de control, considerada por muchos expertos como antesala de la violencia de género; 32% de las jóvenes españolas tolera que el novio le controle el móvil, le diseñe los horarios, le imponga la ropa que ha de vestir, las amistades que ha de evitar e incluso el plan de futuro que ha de seguir; perdura esa enfermiza noción de los celos como expresión inequívoca de amor.

Las alarmas han saltado; psicólogos, sociólogos, pedagogos y filósofos diseñan encuestas, barajan porcentajes, extraen conclusiones y constatan esta involución en las relaciones de género entre los adolescentes.

Recientemente, el bombardeo de análisis e informes me animó a emprender mi propia observación: al cabo de la jornada escolar había reunido en mi particular estadística tantos episodios de machismo y tanto vértigo que a punto estuve de abordar un pupitre, arrancarme blusa y sostén y pintarme consignas en el pecho como las activistas de Femen. Una tila a media tarde me permitió entrar en razón a tiempo de repasar la prensa: en las gradas del estadio bético se corean cánticos machistas en apoyo al jugador Rubén Castro tras ser denunciado por malos tratos (“Rubén Castro, alé, era una puta, lo hiciste bien”); desde la llegada al poder del PP se ha recortado un 33% el presupuesto de Igualdad y un 22% el de lucha contra la violencia machista; 2014 se saldó con un total de 57 mujeres asesinadas por sus parejas; el 2015 ya suma 6 muertes por violencia de género; el salario medio anual femenino representa el 76,1% del masculino y, según la OCDE, nuestro acceso al trabajo es menor que el de los varones, a pesar de que tenemos más estudios que ellos; pandillas de mujeres de todas las edades hacen cola en el estreno de Las 50 sombras de Grey, esa celebración obscena de la sumisión femenina con armazón de novelita rosa que ha desbancado por dos años consecutivos a todos los superventas, en un panorama de especial reducción del mercado del libro, mientras cada día se cierran dos librerías en España.

¿Quiere el lector más datos? ¿Desea que invoquemos a esas licenciosas machorras acreedoras de nuestra gratitud o prefiere una performance a lo Femen?