Tres años han bastado para solucionar un problema que a todos se nos antojaba eterno e irresoluble. ¡Tan solo tres años! ¡Quién lo diría! El simple recuerdo me produce aún escalofríos. No es para menos porque el paisaje era desolador: juzgados atestados de papeles y archivos, que se amontonaban en mesas, estanterías y pasillos sin más criterio que el caos; procedimientos en los que el quinquenio era la unidad mínima de medida; medios materiales y normas procesales más propios del siglo XIX que de la era digital, funcionarios abrumados ante lo titánico de su labor y jueces a los que solo les quedaba la desidia como último recurso frente a la locura de lo ingobernable. Como en “El Proceso” de Kafka, pero peor.
Seamos justos. En decenas de ocasiones, los distintos gobiernos que se han sucedido en nuestra historia reciente trataron de corregir la situación, conscientes de que solo una Justicia bien dotada puede cumplir la esencial función de servir de contrapeso al poder y de corregir los desvíos de los poderosos. Si la corrupción anida en el alma del ser humano, ¿qué buen gobernante no querría para su país el mejor y más eficaz de los sistemas judiciales? Pero si había una tarea sisífica era esta y el único valor de cada ley dictada para resolver el problema fue el de ahondar en el fracaso de la anterior. De nada sirvieron planes de modernización, incrementos de plantilla, creación de nuevos juzgados o modificaciones de leyes procesales. La saturación de los juzgados no disminuía y la Justicia seguía siendo tan lenta como ineficaz, incapaz de solucionar los problemas de los ciudadanos y de perseguir y castigar a criminales y corruptos.
Por suerte, en 2012 el nunca bien ponderado Alberto Ruiz-Gallardón descubrió que durante décadas habíamos habitado en el error de pretender la reforma de la Justicia cuando lo que procedía era reformar a los ciudadanos. Sin duda es una idea revolucionaria, propia de un gestor de lo público de probada solvencia, pero además abruma por su sencillez. Sirva el silogismo: “Los juzgados están saturados porque la gente acude en exceso” (premisa mayor); “La gente acude en exceso porque litigar no cuesta dinero” (premisa menor); luego “Los juzgados están saturados porque litigar no cuesta dinero”. ¿No es maravilloso? Décadas de esfuerzos y sobrecostes cuando tan solo se trataba de poner en valor el servicio que presta la administración de justicia al ciudadano, eliminando la gratuidad del acceso a dicho servicio para concienciar al justiciable de lo que cuesta un proceso, desanimar al querulante y financiar el sistema judicial. Todo a la vez y todo para bien. Dios te bendiga, Alberto.
Porque era cierto. ¿Quién no ha demandado alguna vez a su vecino por deporte? ¿Quién no ha reclamado judicialmente frente a su banco solo para escapar de la insoportable rutina del día a día? ¿Quién no le ha espetado, digno y airado, a su interlocutor “nos veremos en los tribunales”? Total, era gratis.
Detectado el verdadero problema de la justicia, únicamente restaba ponerle remedio, y la necesaria medicina llegó en forma de tasa judicial. Desde noviembre de 2012, cada ciudadano de a pie que pretendiese que un juez resolviese sus cuitas debía pagar por ello. Y se obró el milagro. Los juzgados y tribunales vieron descargados sus oficinas de expedientes inútiles, los procesos se empezaron a resolver con rapidez y eficacia, los funcionarios se lanzaron a tramitar los asuntos con la alegría del servidor público que se sabe, ¡por fin!, útil para sus conciudadanos; y los jueces y magistrados recuperaron el entusiasmo y el interés necesario para ejercer con profesionalidad y rectitud la imprescindible labor que tienen encomendada.
En tres años nuestro gobierno ha demostrado que el sempiterno problema de la justicia no era ni lo uno, ni lo otro. Tres años han sido suficientes para relegar al olvido una centuria de atrasos y retrasos judiciales. Y tras tan solo tres años, con el trabajo hecho y al filo de agotar la legislatura, el gobierno, que es tan firme como justo, ha decidido eliminar las tasas judiciales, sabedor de que el español es un pueblo sabio y de que nunca más incurrirá en los vicios del pasado.
No cabe duda de que nuestros actuales gobernantes verán recompensados sus desvelos en las próximas elecciones. No merece menos quien tan buen servicio ha prestado a sus administrados. No en vano, la justicia aún es ciega. Y nosotros imbéciles.