Fue un regalo de su padrino el día de su colegiación. Naturalmente era negra, sin puñetas y con el escudo del Colegio de Abogados bordado en rojo al lado izquierdo, sobre el corazón. Estaba confeccionada en alpaca, con las vistas y el capillo de seda natural. Era, a todas luces, una buena toga. Con una toga así solo se pueden ganar los juicios, le dijo a su padrino al recibir el obsequio. Precisamente por eso te la regalo, le contestó.

Lo que parecía tan solo un comentario jocoso terminó por ser una premonición. Desde que se calzó la toga por primera vez, sus juicios se contaban por victorias. Al principio trató de convencerse de que era tan solo una curiosa casualidad. Debo estar en racha, pensaba, algún día se torcerá mi suerte. Pero ese día no llegaba. Cada sentencia era un nuevo éxito y su ascenso en el despacho se aceleró hasta ocupar puestos reservados para letrados con más experiencia y mejor formación. Sus compañeros le miraban con envidia y él, a su vez, comenzó a envidiar a su toga. Que sepas que el mérito es mío, le mentía cada noche al colgarla de la percha. La toga no respondía, pero en su silencio él creía escuchar una risa maliciosa.

Un día quiso hacer un experimento. Dejó la toga en su despacho y se aventuró a celebrar el juicio usando la que el Colegio ponía a disposición de los letrados. Apenas entró en la sala de vistas con la toga prestada, comenzó a temblar y a sudar. Cuando llegó su turno de intervención fue incapaz de articular palabra y palideció de tal modo que el juez, convencido de que estaba sufriendo un ataque cardiaco, tuvo que suspender el acto y solicitar la presencia de los servicios médicos. No digas nada, le suplicó a su toga cuando regresó al despacho. La toga calló, pero él adivinó el desdén escondido tras su indiferencia.

Durante unos años mantuvo el equilibrio. Al fin y al cabo se trata de ganar los juicios, se decía, ¿qué más da si es la toga quien los gana? Confiado, abandonó el estudio y la disciplina. No examinaba los expedientes, renunció a practicar prueba alguna, ni siquiera  leía la demanda del contrario. Lo dejó todo en manos de su toga y su toga siguió sin perder un pleito. Pero poco a poco se fue desdibujando. En las sentencias, los jueces empezaron a denominarle como el togado actor o el togado demandado; sin la toga se hizo invisible para sus compañeros; incluso fuera del despacho dejó de ser advertido: se convirtió en un fantasma. Por fin, el día que cumplió cincuenta años como colegiado desapareció para siempre. La firma en la que trabajaba no tardó en cubrir su vacante. Al ocupar su despacho, el abogado que lo sustituyó no encontró más que polvo sobre los muebles y una vieja toga colgada en el armario.