Antes de oír su respuesta ya sé lo que va a decir. No las palabras exactas, que a tanto no alcanzan mis dotes adivinatorias, pero sí la idea, el fondo, el tópico una y otra vez repetido. Anticipo incluso el gesto, ese arqueo de cejas entre sorprendido y complaciente. La única duda es si pondrá el acento en lo moral o en lo material. ¿Me dirá que pertenezco a un gremio en el que abundan los sinvergüenzas y los estafadores? ¿o se aventurará a señalar el dineral que a buen seguro gano? Acierto de lleno: ¿abogado? cejas arriba, vaya, vaya, cejas abajo y media sonrisa, aquí introduce otra clásica variante e imita a Robert de Niro en El Cabo del Miedo, abogado, ¿te van bien las cosas, eh? Le devuelvo la sonrisa. No le culpo, ni me apresuro a realizar ningún juicio de valor sobre mi interlocutora. No en vano lo único que nos une es haber estudiado la E.G.B. en el mismo colegio de barrio humilde. Terminado el último curso no nos hemos vuelto a ver y de aquello han pasado veinte años. Me impongo la obligación de evitar la indolencia. Trato de superar el conformismo que supondría responder alguna sencilla vaguedad que haga fluir la conversación por unos derroteros tan cómodos como inertes. Tengo trabajo sí, pero gano para vivir con dignidad, nada del otro mundo. El comensal de mi derecha me interrumpe, es otro viejo desconocido al que ni siquiera recuerdo con cariño infantil. Ataca con la variante que restaba y afirma que no conoce a ningún abogado que no sea un ladrón con estudios. Con éste me ahorro el gesto amable, pero no consigo contestarle antes de que un tercero se una a la conversación y nos ilustre sobre lo habilidoso que es el abogado que le lleva sus asuntos, capaz de manejar a jueces y fiscales como quien juega con una marioneta. En ese punto decido abandonar la mesa en la que un puñado de antiguos alumnos celebran con una cena que hace veinte años se perdieron de vista. Me dejo llevar hasta los calabozos de la comisaría donde esa misma mañana asistí en funciones de guardia a un chico que apenas había cumplido los dieciocho años. Vuelvo a ver el oscuro rastro de orín en sus pantalones raídos, las manos sucias, la mirada perdida, los grilletes que le atan a la silla de forma tan inapelable como el destino del que es y será esclavo sin remedio: una vida abocada a los márgenes de la sociedad desde el mismo momento de su nacimiento. Aunque el agente que redacta la declaración trata de impedírmelo, le pregunto si ha comprendido sus derechos y si sabe que no tiene obligación de declarar. Me responde con un hilo de voz, pero sus palabras se confunden con las risas de los policías que custodian la puerta y sus indecentes comentarios sobre el olor a rata y excrementos que inunda la sala.

De golpe regreso a mi cena de antiguos alumnos. Aquí también ríen: alguien ha contado un chiste del que acierto a escuchar algo sobre cuervos y abogados. Fuerzo una mueca que simula una sonrisa y planeo la excusa para emprender la huída en cuanto acaben los brindis. Por suerte han traído ya la cuenta y alcanzo a ver la cifra. No ha salido muy cara la cena, pero un rápido cálculo mental me confirma que la guardia de esta mañana no será suficiente para cubrir mi parte.