El auxiliar asomó la cabeza por entre la puerta de la sala de vistas y gritó el nombre de mi defendido. Con un gesto, le indiqué que siguiera sentado y me acerqué a la puerta de la sala tratando de aparentar el temple que me faltaba. Quiero hablar con el fiscal, dije con aplomo y solemnidad excesiva. Muy bien, ahora le aviso, contestó el auxiliar al tiempo que desaparecía sin más gesto que un portazo cargado de desprecio. Saben que es mi primer juicio, los cabrones lo huelen, pensé. Mi cliente también lo sabía, pero sus ojos de cordero no filtraban desprecio en la mirada, sino un tufo a culpabilidad encubierta que me daba náuseas. Sabe que es mi primer juicio, me dije, y cree que puede engañarme, no, peor aún, el imbécil cree que debe engañarme, que le va la condena en el ardid, me ha contado una historia increíble con la esperanza de que me la trague y le defienda convencido de su inocencia, ¡qué coño inocente!, dos testigos, un policía, la víctima, todas las pruebas le señalan. Mientras dejaba hablar a la voz en mi cabeza, una sensación de ridícula derrota crecía en mi interior. Desde el estómago, como una estrella inflamada, se extendía por todo mi cuerpo. Ascendía por el pecho hasta la cabeza, dejándome sin respiración, torpe y embotado; y se deslizaba hacia abajo, como una serpiente frenética, removiendo todo a su paso. Entonces sobrevino la ira. ¡Qué se joda!, pensé, no he sido yo quien ha robado el bolso, no hay nada que hacer, lo mejor: conformarse con lo que le pidan, decidí. Volví junto a mi cliente, que permanecía sentado, con la boca de pez entreabierta y la mirada blanda. A ver, ¿estás seguro de que quieres juicio?, le dije con tono desafiante, es tu decisión, a mí me da igual celebrar, pero te piden cuatro años y como caigan, vas para dentro, Pero si yo no he sido, Ya, pero tienen pruebas, ¿Qué pruebas? Los dos testigos, la señora del bolso, el policía que te detuvo, Pero si yo no estaba allí, contestó mi cliente con una nueva inteligencia en sus ojos, estaba con mi novia, en su casa, ¿Y tu novia dónde está hoy? ¿por qué no ha venido a declarar?, Porque no sabía que tenía que venir, no me dijiste nada, ¿Y yo cómo iba a saber que tenías un testigo?, Esto es por el turno de oficio, dijo desafiante sin rastro alguno de cordero en su mirada, si tuviera un abogado de pago se habría preocupado más, Eso no es verdad, Es siempre lo mismo, te llaman el día antes, te citan casi a la hora del juicio, solo cinco minutos para hablar y siempre a conformarse, a comerse el marrón, pero esta vez no, porque soy inocente, ¿me oyes?, inocente, y este marrón no me lo como, y si quieren juicio tendremos juicio, Sin testigo, Sin testigo no, le dices al juez que otro día, que hoy no ha podido venir. El auxiliar volvió a asomar la cabeza: Letrado, el fiscal le está esperando. Bueno, a ver qué podemos hacer, le dije a mi cliente asqueado de mí mismo. Mientras entraba a la sala para encontrarme con el fiscal pensé: es culpable, es culpable, pero yo soy su abogado y eso no debe importarme, además ¿y si es cierto lo que dice? ¿y si él no ha sido? ¿y si estaba de verdad con su novia? ¿por qué no me lo ha dicho hasta ahora? porque es mentira, es culpable, pero ¿y si no lo es? El fiscal me esperaba dentro de la sala de vistas, sentado en el estrado junto al juez. Con mano experta ajustaba el mecanismo de una balanza de cruz junto a la que se disponían multitud de pesas de varios tamaños. El juez se mantenía inmóvil, reclinado sobre la mesa con la cabeza apoyada en sus manos abiertas, como un niño que juega a ser invisible tapándose los ojos. ¿Qué propone, letrado?, dijo el fiscal con voz impaciente. En realidad me gustaría suspender la vista, no ha venido un testigo fundamental para la defensa, ¿Qué testigo? La novia del acusado, puede declarar que el acusado no estaba en el lugar donde se produjo el robo, ¿Y eso qué más da?, ¿Cómo que qué más da?, Mire, letrado, tenemos pruebas, tenemos testigos, está todo aquí, exclamó mientras golpeaba los nudillos sobre una carpeta cerrada. No hay suspensión ninguna, letrado, intercedió el juez, de repente visible, Hable con el fiscal y lleguen a un acuerdo. Quise responder, pero el fiscal se adelantó: mire, cuatro años es lo que pido en mi escrito de acusación por el robo con fuerza, dijo al tiempo que colocaba una pesa marcada con el número cuatro sobre uno de los platillos de la balanza. Ahora veamos qué podemos hacer, continuó, su cliente no tiene antecedentes computables, aunque no es la primera vez que viene por aquí, ¿es cierto?, Sí, respondí, Y el robo tampoco es que fuera de mucha entidad, la pobre vieja no llevaba ni veinte euros en el bolso, ¡aunque se llevó un buen susto! Mientras el fiscal hablaba elegía con cuidado pesas de distintos tamaños y las depositaba una a una sobre el platillo vacío de la balanza. Con cada pesa, el fiel de la balanza se desplazaba unos milímetros. El fiscal examinó la balanza y exclamó: ¡tres años! ¡lo sabía! ¿te lo dije o no te lo dije? El juez esbozó una sonrisa sin apartar las manos de su cara. Ya mismo, ni balanza necesitarás, respondió. Tres años, letrado, continuó el fiscal, esto es lo que hay. No acerté más que a negar con la cabeza y responder con un hilo de voz. ¿Tres años? es demasiado, protesté, además, me consta que mi cliente es drogodependiente, ¡Ah, eso no me lo había dicho! ¿está en tratamiento?, No lo sé, le puedo preguntar, No, déjelo, hagamos como si lo estuviera, ¿le parece?, respondió el fiscal sonriendo maliciosamente. Cogió otra pesa y la depositó junto a las anteriores. El fiel volvió a moverse. ¡Dos años y seis meses! ¿no me dirá que no estamos avanzando?, Pero ¿y la suspensión?, ¡Ah, la dichosa suspensión! ¿no me ha dicho que está en tratamiento? con dos años y medio le basta, dijo el fiscal, Le he dicho que no sé si está en tratamiento, tendría que comprobarlo, Debería venir con los deberes hechos, letrado, respondió el fiscal sin ocultar la sorna de sus palabras, mire déjelo, hoy no tengo ganas de discutir. El fiscal colocó otra pesa sobre el platillo. Ya lo tiene, dos años y suspensión, ¿contento?, Tengo que hablar con mi cliente, a ver si acepta, Pero bueno, viene usted con ganas de complicar las cosas, si lo llego a saber no hago tantos esfuerzos, se quejó el fiscal. Mi cliente afirma que es inocente, respondí. ¡Eso dicen todos! y quizá sea cierto, dijo el fiscal, pero aquí no estamos para perder el tiempo en esos detalles, inocente o culpable, está sometido a juicio, hay pruebas, Qué pruebas, pregunté, ¿Otra vez con eso? está empezando a aburrirme, letrado, la mayor prueba es que estamos usted y yo aquí, discutiendo sobre la pena, no voy a perder más el tiempo, ¿acepta?, Tengo que hablar con mi cliente, insistí. Acepte letrado, intervino el juez de nuevo visible, que luego es peor, ya sabe usted cómo son estas cosas, hable con su cliente y acepte, es una propuesta razonable, ya ha visto que el fiscal se ha esforzado en alcanzar una pena muy beneficiosa dadas las circunstancias, no le deje usted en mal lugar y no perdamos más tiempo. Mi cliente me esperaba tras la puerta de la sala de vistas, ¿qué te han dicho?, me espetó nada más verme. El fiscal pedía cuatro años, pero he conseguido dejarlo en dos años con suspensión, siempre que te conformes, Te he dicho que soy inocente, Lo sé, podemos celebrar el juicio y ver qué pasa, pero tienen pruebas, Nosotros también, Nosotros no, solo tu palabra, ¿Y mi novia?, No ha venido, Pues hacemos el juicio otro día, No puede ser, no van a suspender. El auxiliar asomó la cabeza una vez más y dijo: Letrado, le están esperando, ¿qué hacemos? Ese hombre es solo una cabeza, pensé. Miré a mi cliente, como si la pregunta se la hubieran hecho a él. Quedó en silencio un momento y me preguntó: ¿Tú qué harías? ¿Yo qué haría?, pensé y me vi entrando a la sala de vista para decirle al fiscal que se comiera su balanza y sus pesas, me imaginé celebrando el juicio, denunciando irregularidades, interrogando a los testigos hasta desmontar su versión y defendiendo que mi cliente no estaba en el lugar del robo, que estaba en su casa, con su novia, que es inocente, que no hay pruebas de lo contrario, que debían absolverle. Entonces respondí: me conformaría, es un buen acuerdo.
La vista de conformidad fue rápida, mero trámite. De la balanza ni rastro. Cuando me despedí del cliente, me dio las gracias y me ofreció la mano. No pude responder ni a su agradecimiento ni a su gesto y salí del Juzgado en silencio, acompañado tan solo de una sensación de asco y de duda.
Al final, siempre la duda.