En el programa “Salvados” dedicado a las subvenciones al campo andaluz (“Cosechando subvenciones”), Cayetano Martínez de Irujo lamentó no vivir en el medievo, un tiempo, afirmó, en el que para resolver un conflicto bastaba un duelo a espada. Se quejaba de que en estos tiempos modernos se veía obligado a pleitear continuamente, lo que le causaba no poco hastío y demasiadas molestias.
Lo que el aristócrata anhela es lo que técnicamente se denomina “autocomposición”, una forma histórica de resolver conflictos, precedente del sistema conocido como “heterocomposición” que rige hoy en día. Anterior incluso a los duelos a espada es el más primitivo y, por tanto, más natural de los métodos para solventar los conflictos. Tan primitivo y natural que solo hay que esperar al capítulo IV del Génesis para hallar el primer ejemplo histórico de autotutela, ya que fue esta la manera en la que Caín puso fin a sus problemas con Abel. Tú, yo y un golpe certero asestado a traición. La famosa “Ley del Talión” no es sino otra forma de autotutela. Tú me rompes un hueso, yo te rompo otro y en paz. Sin juez, ni jurado ni abogados. Verdadera justicia express y la venganza como única ratio decidendi en manos del más fuerte.
Con el transcurso de los siglos el ser humano se fue civilizando, es decir, abandonó su humanidad originaria para sustituirla paulatinamente por un conjunto de normas y convenciones que alejó al homo sapiens del mono y lo acercó al hombre. Como parte de esta evolución, se adoptaron nuevas formas de resolver conflictos, agrupadas bajo la citada fórmula de la “autocomposición”. Con este sistema no se buscaba sin más la venganza aplicada de forma vertical por el más fuerte o por el agredido, sino que se permitía resolver los conflictos horizontalmente. Tú, yo, dos espadas, una reglas bien definidas y el que sobreviva es declarado vencedor del litigio. Tal fórmula encontró diversas justificaciones religiosas, filosóficas o políticas; pero, en el fondo, se trataba tan solo de garantizar la igualdad de fuerzas entre los contendientes, aunque con resultados tan funestos como los habidos con la autotutela, salvo que uno de ellos decidiera rechazar la contienda, lo que añadía a la derrota jurídica la imborrable tacha de la humillación social. De nuevo, sin jueces ni proceso: mera selección natural tamizada por una incipiente civilización de las formas.
El siguiente hito en la desnaturalización del ser humano, paralelo al nacimiento del estado moderno, lo constituyó el sistema vigente en la actualidad, denominado “heterocomposición”. Este paradigma de resolución de conflictos se caracteriza por la cesión a un tercero de la potestad para decidir sobre la contienda habida entre las dos partes en litigio. Nace la figura del proceso judicial y del juez imparcial tal y como ahora lo entendemos. Y aquí surgen los engorros que tanto molestan al señorito. La rapidez de un tajo de espada es sustituida por un largo proceso plagado, ¡para más molestias!, de garantías procesales que amparan tanto al paria como al prohombre. Y la solución del conflicto ya no depende de la pericia en el manejo del arma elegida, sino de cuestiones tan abstractas como aburridas: la ley, la costumbre, las pruebas, los plazos, los criterios de interpretación o la jurisprudencia.
Pero no caigamos en la trampa del terrateniente. En el fondo, él sabe que le van mucho mejor las cosas con un juez que con un duelo a primera sangre. Porque en una lucha a espada siempre cabe la posibilidad de salir malparado, pero en un juicio moderno presentarse como Cayetano Martínez de Irujo y Fitz-James Stuart garantiza, de partida, la más ventajosa de las posiciones. ¿O es que el aristócrata ha olvidado las posibilidades que le brinda su prácticamente ilimitada capacidad económica? No solo a la hora de contar con la mejor de las defensas letradas posibles, sino porque su desahogo patrimonial le permite agotar y estirar cuantas instancias existan antes de someterse a un mandato judicial, ventaja de la que no goza en absoluto su depauperado contrario. ¿Y qué hay de la independencia judicial? En un país en el que los jueces ni se compran ni se venden, sino que se regalan, muy difícilmente podrá el juzgador, sobre todo si tiene alguna aspiración de escalar en el escalafón y ocupar una plaza en un alto tribunal, evadirse de la tentación de tratar con benevolencia al refinado jinete frente al jornalero desaliñado y polvoriento.
Sus palabras tan solo evidencian el hartazgo de quien, sabiéndose ganador desde el inicio de la contienda, se ve obligado a esperar a que termine la batalla para cobrarse la presa segura.
Al final, la civilización solo ha supuesto un refinamiento en las formas. El fondo sigue siendo el propio de la naturaleza humana: la autotutela o la ley del más fuerte. Diga lo que diga el Duque de Arjona y Conde de Salvatierra.
Muy buen artículo, Javier. El penúltimo párrafo es tan contundente que sería para enmarcar. Efectivamente es el hastío por la partida previamente ganada. Denota la absoluta y construida ceguera de quien, por estar tan alto, no sabe lo que ocurre en la tierra.