Me gusta escribir unas notas mientras el camarero trae una caña, toma la comanda y, una corta eternidad después, sirve los platos. Pueden ser los angulosos esquemas de un proyecto o unos párrafos biselados sobre lo que ocurre en mi entorno. Así le doy sentido a un tiempo que resulta incómodamente largo cuando se come solo.

Tomo estos apuntes en un sujetapapeles. Es un rectángulo de aluminio de esquinas tan romas como la telerrealidad, pero con una pinza que pellizca sin compasión un taquito de folios. Lo llamo mi tablet. Un cuadernillo es práctico, pero cuando quiero cazar ideas, prefiero la superficie limpia de un A4, tan capaz de albergar diagramas o bocetos como de darle rienda suelta a caligrafías que se encogen y estiran al ritmo de las frases.

Vestidos con traje de chaqueta, los dos hombres y la mujer que se sientan en la mesa de al lado no comparten mi opinión. Lo sé porque el que va de jefe ha comentado ¿de dónde vendrá ese? y a los otros dos se les ha escapado una risita mientras me miraban. Sus tablet son Samsung o Apple y, salvo la fiesta de esa broma, están igual que yo, cada uno metido en su rectángulo de esquinas redondeadas mientras esperan la comida.

El que va de jefe realiza con los dedos piruetas de ballet sobre las uniformadas barras de desplazamiento en su tablet, parece que le falten pulgadas para abarcar todo lo que desea, y no deja de bufar. Por más que pulsa, esa vitrocerámica no consigue entibiarle el alma. Se levanta, telefonea, vuelve a sentarse, vuelve a levantarse para otra llamada. Es un comercial de unos cincuenta años lleno de necesidad de sentirse productivo, una tobera de impulsos que, a golpes de móvil y pantalla, encañona una energía cinética tan continua y estéril como la de un hámster haciendo girar una ruedecita.

Sin embargo, tenemos algo en común. Yo también necesito sentir que produzco, no soporto que mi tiempo se vaya por el sumidero de la desidia. Además, no estoy seguro de que esté dirigiendo correctamente mis energías, sospecho que soy otro ratoncito, un amo cruel de mí mismo que me atenaza en una inercia en cuanto me despisto.

Anoto en el papel: ¿cuál es el sentido de tu vida ahora? Lo subrayo. El vacío que abre esa pregunta llega hasta el margen inferior de la página y se rompe con una exclamación de la mujer de la mesa de al lado. ¡Joder, estoy en negativo!, dice y muestra la pantalla a su compañero. ¿En el banco?, pregunta él. Sí. El que va de jefe bromea sobre quién va a pagar la cuenta. Estamos a día 21.

No cabe imaginar un futuro más avanzado. El estrés resulta útil en el moderno y amplio campo de concentración amenizado con Spotify. Imagino a un magnífico ejemplar de Charlton Heston que no se entera de que está atado con una correa de cuero mientras tararea la última de Lady Gaga y le friega con brío el suelo a los simios.

¿Tan poco valor tenía el tiempo que habíamos conquistado? Sospecho que mis preocupaciones sólo son compartidas por unos cuantos motivados (este es el término incauto que usan ahora los jóvenes), así que decido dar una vuelta por el paseo marítimo para abrir los pulmones y las meninges. El azul índigo del mar queda delimitado bajo el tono pastel del cielo. Aunque hace calor, el agua debe de estar fría. Son contrastes que no plantean estridencias y se ofrecen al disfrute. Superpongo el lado más ancho del sujetapapeles con el horizonte a una distancia que me permite cubrir el campo visual. Espero encontrar una leve panza de agua elevándose en el centro, pero no lo consigo. La distancia más corta entre dos puntos es una curva y, si mi vista abarcase lo suficiente o fuese bastante precisa, sé que la vería. A cambio, lo que encuentro es la pregunta subrayada en uno de los bordes del papel.

La diferencia es que ahora creo tener al menos parte de la respuesta. Tiene sentido contemplar la lejanía, descubrir la curvatura, abrazar la cintura de una mujer que me resulta hermosa y que ella apoye su cabeza en la cuenca de mi hombro o yo la mía en el suyo. También soy feliz cuando estudio, cuando escribo unas notas en un papel y consigo tomarle el pulso al mundo y a mí mismo, y recobro el interés por todo lo que me rodea, de forma que el alambre de la vida vuelve a ser la línea curva de mi horizonte.