Alba tiene los ojos color miel, del mismo tono que las orejas y las manchas que salpican su lomo blanco. Los ojos de Bruno son castaños, perfilados de negro, como trazados con un lápiz de khöl; Mata Hari, le llamamos a veces en broma. Ambos tienen la mirada limpia, asomándoles el alma noble en ella, y miran de frente. No saben de miradas esquivas que mienten y ocultan aviesas intenciones, como las de muchas personas.

Por eso, nunca esperarían el golpe traidor o el abandono indiferente de aquellos en los que han depositado una confianza ciega. Pueden actuar guiados por su instinto para defender o conquistar su territorio, proteger a sus crías o su alimento; enseñar los dientes con un gruñido amenazador y sacar sus zarpas; utilizar, en definitiva, las armas que la naturaleza les ha dado para sobrevivir. El ser humano, el más débil de los animales, no dispone de garras, colmillos, o cuernos; pero está dotado de un cerebro mayor que le ha permitido dominar a las demás especies. Por desgracia, este dominio trasciende el mero instinto de supervivencia para adoptar un rasgo del que carecen los otros animales: la crueldad, la premeditación en hacer daño para sentirse superior, más valiente o más hombre, por diversión o en nombre de tradiciones culturales anacrónicas e impropias de una sociedad avanzada.

Para alcanzar el verdadero progreso moral es necesaria una cualidad imprescindible: la empatía. Si no somos capaces de ponernos en el lugar de otro que sufre, ni de educar a nuestros hijos en la compasión y el altruismo, no podremos llamarnos civilización, por mucha tecnología y avances científicos que desarrollemos. Gracias a la empatía somos capaces de arrinconar nuestro egoísmo natural para ayudar al más débil, aun a costa del propio interés. La humanidad se mide por el grado de empatía hacia sus semejantes y, aún más, hacia las otras especies. Quien es capaz de causar daño a un animal sin ningún remordimiento también lo es de hacerlo a una persona.

En pleno siglo XXI perviven actitudes y costumbres muy arraigadas en nuestro país, amparadas por una legislación laxa que no castiga con dureza el maltrato animal. Nuestro código civil considera todavía a los animales cosas. A cualquiera que haya amado a un animal le horrorizará que se les niegue la condición de seres con sentimientos e inteligencia. En la civilizada Francia no hace tanto tiempo que modificaron la definición jurídica de los  animales como “seres dotados de sensibilidad” y muy recientemente Nueva Zelanda – un país que suponemos tan moderno y ecologista- ha dado este paso. Es una buena noticia, sin duda, pero no deja de ser descorazonador que este avance no se haya producido hace décadas. Como siempre, la sociedad va por delante e impulsa el cambio de las leyes, y hace años que muchísimas voces se alzan contra esta barbarie.

Por desgracia, frente a una conciencia cada vez mayor en defensa de los derechos de los animales, se mantienen aún en España multitud de fiestas populares cuya principal diversión gira en torno al sufrimiento de un animal. La llamada fiesta nacional, así dicho, causa vergüenza propia y ajena al considerar las corridas de toros una seña de nuestra identidad. En realidad, los españoles aficionados son una minoría, aunque recalcitrante. Hace mucho tiempo que el espectáculo de los toros se sostiene gracias a las subvenciones públicas, porque por sí mismo no es un negocio rentable. Si la mayoría de los españoles no aprobamos las corridas de toros ¿por qué hemos de contribuir a sufragarlas con nuestros impuestos? Es el primer paso de un camino cuya meta es la abolición de este espectáculo cruel y el endurecimiento de las leyes contra el maltrato animal.

Mientras tanto, vivimos en un mundo en el que los reyes cazan elefantes con el dinero de los ciudadanos, dentistas norteamericanos pagan una fortuna para matar leones protegidos, unos y otros se fotografían orgullosos junto a sus trofeos,  y los “matadores” son personajes populares de una farándula rancia. Un mundo en el que todos los días se difunden en las redes casos de maltrato y tortura hacia los animales cuyos autores escapan impunes o con penas mínimas. Y en el que hay gente que tilda de “animalistas”, con tono despectivo, a quienes luchan por sus derechos, tratando de reducirlos a una minoría extravagante, y no a quienes representan la opinión de la mayoría de la sociedad.

El hombre ha convertido la Tierra en un mundo insoportable para los animales, los otros seres vivos con los que compartimos el planeta. Imagino un futuro en el que miremos atrás y nos escandalicen la crueldad y el desprecio que mostramos en nuestros días hacia los animales, igual que nos escandalizan ahora las torturas de la Inquisición o el brutal espectáculo del circo romano.

Mientras escribo, Bruno y Alba, arrellanados cada uno en su rincón, posan sobre mí su mirada transparente, esa con la que algunas personas jamás aprenderán a mirar.