Vuelta al cole

de Raquel Vázquez (http://nieblaeterna.blogspot.com.es/)

Distraída como estaba, casi no lo ve entrar. Pero lo vio, no había duda, era él, con un rostro carcomido donde resaltaban dos ojos cansados, añorantes de la visión vivaz del mundo a través del parabrisas de un impecable BMW blanco. Al unirse dubitativo a la cola, no se advierte aquella arrogancia con que daba órdenes a empleados como ella, la indiferencia con la que, desde la implícita seguridad de director ejecutivo, les daba las gracias y un sarcástico «siempre recordaremos tu paso por aquí», mientras se regodeaba en un portazo que rezumaba herida, consciente de que en estos tiempos apenas existen nuevas oportunidades de trabajo para detener la hemorragia.
Y ahora es él quien sangra, piensa mientras lo ve detrás, esperando también su turno. Lo piensa pero esa idea se va manchando según renace en su gesto una impaciente petulancia con la que llama a un encargado del INEM, para intentar conseguir, mediante la misma discreción que le valió para medrar en la empresa y en sus bolsillos, pasar por delante. Así que no aprendió nada, se lamenta, aunque al menos complacida de que la suya fuera una protesta más para retornarlo a su sitio, donde, si hay algo que sobre, es tiempo y silencio para interiorizar al fin la lección.

Felicitación

Querido Rafael:

Mi nostalgia se deberá a una antigualla, pero aquellas felicitaciones por navidad (tarjetas a todo color con dibujos o fotos o reproducciones de cuadros y paisajes; el sobre a juego; el sello con un ave o un barco o una bandera) requerían la imaginación de quienes las enviaban; era una elección que, en cierto modo, representaba a cada uno de los remitentes. Ahora las felicitaciones son previsibles, peor redactadas y se hacen a través del correo electrónico; de mensajes por el móvil, pretendidamente originales y graciosos, que están multiplicados por cientos de miles en todo el país.
Los únicos christmas que todavía recibimos, en papel satinado y grueso y con su sobre, son el de la empresa que nos hizo una obra en la cocina, el de la compañía de la luz Iberdrola, el de seguros Santa Lucía o el de la zapatería Arreglos La Veloz, que es donde nos ponen las medias suelas.
Colocadas todas las felicitaciones sobre la cómoda del salón, abiertas y ordenadas por tamaños, el mueble parece un expositor de marcas que te desean cosas tan imprecisas como «lo más venturoso para el 2013». Tarjetones rubricados por los dueños o presidentes, cuyas firmas resultan ilegibles en la mayoría de los casos.
Te comento esto, querido Rafael, porque entre las recibidas me ha conmovido una felicitación bermellona del banco Santander, amablemente dedicada por don Emilio Botín. ¿Sabía él que el próximo jueves 17 debo acercarme a la sucursal del barrio para entregar las llaves de la casa que ya no puedo pagar? ¿Es un rasgo de humanidad, espontáneo o madurado, que trata de paliar mi angustia por estar obligado a seguir amortizando las mensualidades de la hipoteca generosamente concedida cuando yo estaba en paro? ¿Cabe la posibilidad de que me mandara la tarjeta de felicitación para reutilizarla como un salvoconducto en la sucursal y su director me admita la dación en pago que, si bien me dejaría igualmente en la calle, permitiese que mi inminente viaje a Düsseldorf fuera más sosegado y esperanzador?
En Düsseldorf me han ofrecido un puesto de camarero en el prestigioso Heinemann Konditorei. Sé que el trabajo nada tiene que ver con mi condición de topógrafo, pero aquí, ya sabes, hay poco que medir. Me pagarán 800, y me ceden un piso compartido con otros cuatro ilusionados compatriotas. Fraternizaré enseguida; conoces mi carácter.
Cuando lleguen las próximas navidades te alegraré con buenas noticias sobre mí. No esperes que te envíe un destartalado correo electrónico, tampoco un mensaje raquítico por el móvil. Te mandaré una felicitación como las de antes: papel grueso, motivos en relieve, sobre forrado, y buscaré un sello donde puedas ver el Rin.

Un abrazo

La travesía

Ángel Olgoso

Los dos hombres caminamos en silencio sobre la tierra caliente y desolada. Nos trasladamos a algún lugar más herboso, una junquera quizá. El aire de la mañana es ya sofocador. El otro, que va delante, tironea de mí valiéndose de la cuerda que me ató al cuello. Cuando siente hambre, nos detenemos. Aferra su cuchillo curvo, desuella una de mis nalgas, extrae varias porciones mollares y cose el festón de piel. Una vez saciado con mi carne viva, continuamos andando. De este modo, precavidamente, sin acceder nunca a ninguna de mis vísceras, adorna las zonas menos huesudas con una extraña caligrafía de cicatrices. Cuando siente sed, basta una diminuta incisión del cuchillo curvo en una vena estratégica para que se provea de mi sangre, situándose debajo con la boca abierta, como los bebedores de lluvia. Noto entonces el corazón más liviano. Él, mostrando en sus movimientos un interés sincero y renovado, presiona otro jirón de tela contra la herida hasta que deja de sangrar. A veces, durante la interminable travesía, creo ver en lontananza un manchón verde, el perfil móvil y ensoñador de un oasis, de un regato, de un espejismo.