Como no tienen cerveza, pido otro té verde mientras sigo contemplando el Estrecho. Al fin y al cabo, una vez en el ferry, en unas 3 horas podría estirarme en el sofá de casa. Ni el azul oscuro de las aguas crispadas ni la cualidad brumosa de las montañas del fondo pueden desmentir este cálculo. Sin embargo, me parece estar al otro lado del mundo.
Llegué a Tánger dispuesto a encontrar la memoria, impresa esta vez en paredes, plazas y bares, de algunos de los muchos escritores que pasaron por aquí. Estuvieron tomando copas en este mismo café, en el café de París o a la sombra del patio del hotel Minzah. Entonces servían alcohol en todas partes.
Pregunté por Chukri, Bowles, Burroughs. Pero la gente olvida pronto. O tal vez nunca supo. Sólo en la librería des Colonnes supieron darme indicaciones precisas de lo que buscaba, y así pude encontrar la puerta cerrada de la casa abandonada de Chukri, y subí la escalera sin luz que lleva a las cinco cerraduras del piso de Bowles, y sólo llegué hasta el portal del hotel donde Burroughs escribió El almuerzo desnudo; no tuve valor para enfrentarme a más abandonos.
Aquí el tiempo pasa con lentitud eficiente y en pocos días enfermas de añoranza de lo que nunca viviste. (La época de esplendor acabó antes de que yo naciera. Fue otra ciudad la que atrajo a Eugène Delacroix, Henri Matisse, James McBey, Gertrude Stein, Samuel Beckett, Truman Capote, Jean Genet, Tennessee Williams).
Antes de venir, escuché a alguien valorar la decadencia como un atributo estético. Creo saber a qué se refería. Hay un extraño placer en la frustración de mirar escombros. Como no soy afín a la melancolía, debo admitir mi derrota; aunque el desierto quede más al sur, noto llenos de arena los bolsillos del alma. Tánger es una ciudad para nostálgicos. O para olvidadizos. Desde luego, yo no podría vivir aquí más de unos días.
He encontrado a personas sencillas que me prestaron su ayuda (el dependiente de la librería que puso unas marcas en mi plano de la ciudad, el joven tuerto de la tienda de ultramarinos que me condujo a la casa de Bowles, el pastelero que descolgó el teléfono para preguntarle a una vecina dónde quedaba el piso de Chukri) y he huido de otras que sólo veían en mí un monedero con patas. Me han mirado con franqueza y he mirado con franqueza. Me han mirado con desconfianza y he mirado con desconfianza. En eso no está siendo muy diferente de otros sitios. Entonces, ¿por qué me resulta tan opaca?
Vine por primera vez hace unos 20 años, y me fui sin entender. No estaba maduro. Esta vez me creía en mejores condiciones de percibir, de leer las entrelíneas, pero me encuentro con la imposibilidad de penetrar tanta puerta cerrada.
Ya me imagino volviendo a esta ciudad en la que me siento un extraño, donde no me queda más respuesta que la insistencia.