Recibí hace poco un correo electrónico de una alumna del taller de escritura. En él contaba, muy sorprendida, que siempre había una iglesia en todas las ruinas aztecas que estaba visitando, y el colmo era la pirámide de Cholula, la de mayor base del mundo, sobre la cual Hernán Cortés ordenó construir otra iglesia, después de una gran matanza, por supuesto.
Más que los desmanes de la colonización, quiero destacar el gesto. Esta persona se ha tomado la molestia de buscar, en mitad de un viaje, un ordenador conectado a internet desde donde redactar una crónica y enviarla. Toda una invitación, porque sus palabras me han contagiado el deseo de ver la pirámide. ¿Qué relación mantendrá con la iglesia? Tal vez sea cómica y algo inmoral, como si le encasquetáramos un bonete a La dama de Elche. O a lo mejor ambos edificios se entienden bien y guardan las proporciones, como la comunión que surge cuando el Papa accede a cubrirse con un tricornio de la Guardia Civil.
No sé cuándo iré a México pero, de alguna forma, ya he comenzado a estar allí. Empecé al imaginarme en la oficina de información de la pirámide. Poco importa que no haya oficina en la realidad, ni un guía, pero el de mi sueño llevaba una visera y, ante la maqueta del monumento, explicaba los detalles de la pérdida cultural.
Esta imagen se enlazó en mi recuerdo con algunos artículos del maestro Julio Camba, en los que renegaba de las sociedades prehispánicas porque en ellas el individuo no tenía ningún valor, sólo una función en aquel termitero. Él no podía comprender que carecieran de alfabeto y todavía no conociesen la rueda (como decía don Julio, a esas alturas hasta yo la habría descubierto).
Y de ahí a Egipto el recorrido es obligatorio, porque esa rueda, de repente, convierte en unos privilegiados a los esclavos que levantaron las pirámides egipcias unos 4000 años antes de los cholulas, por más que unos y otros murieran a millares al esculpir en piedra la megalomanía de sus amos. Con lo que terminamos una primera vuelta de espiral; es la materialización del esfuerzo humano, a la vez que un símbolo de poder, lo que estoy deseando admirar en persona, con iglesia y todo en lo alto.
Si las dejamos, las asociaciones continuarán propagándose en la imaginación. Sin embargo, viene bien un alto en el camino para tratar de interpretar lo que está ocurriendo. La carta ha desencadenado una serie de ideas y escenas. Sirvió de guijarro lanzado al estanque y las ondas producidas no dejan de cruzarse. Quien me escribió también sabe que las cosas no son fáciles. Por eso paró a escribir una carta y con ella, como yo intento ahora, trató de entender. Los dos vivimos en una ciudad que, sobre un teatro romano, erigió una casa de la cultura en cuya biblioteca muchos descubrimos un nuevo mundo. Lo racional y lo sentimental se entremezclan. Con su texto y sin coger un avión, me ha trasladado a México, al Nueva York de los años treinta para oír a Julio Camba, al antiguo Egipto, a algún pasillo con librerías de mi memoria y a una futura visita. Es posible que ni siquiera llegue a poner un pie en Cholula, pero no es impedimento: el viaje ha comenzado. Es el poder que tiene una carta.
Ahora debo corresponder. Voy a pensar un lugar donde enviar a esta alumna. En principio.