Entre las experiencias más cotidianas –podríamos decir, más propiamente, humanas– que tienen una especial relevancia, en los creadores en general y por ende en los que quieren explorar el territorio de la escritura, está el fenómeno a todos familiar y no por eso menos enigmático y molesto de “quedarse en blanco”. Es un fenómeno que tiene múltiples modalidades y formas subjetivas. No pretendo ser exhaustivo en ellas; solo marcar alguna que, por su especial crudeza afectiva, merezca poner en consideración para quien pueda ser de utilidad.
Allí donde en otro momento, por lo común inesperado, fluían ideas y expresiones a raudales, ingeniosas o llenas de intención, metáforas chispeantes, temas y tramas para decir, de pronto se torna en sequía extrema, pertinaz mudez, una muralla inexpugnable. La desazón entonces surge, no menos que la desesperación o la decepción. La conclusión más habitual suele ser el abandono del intento, influido por la sensación de desánimo y frustración. La impotencia se hace dueña de nuestro sentimiento. Desaparecido el “dominio” sobre el proceso creativo, ante nosotros mismos aparecemos como insignificantes pretenciosos, ineficaces ambiciosos, incapaces de realizar nada satisfactorio, abandonados de la “musa”, proscritos de los prometedores frutos del éxito.
De esta penosa experiencia tenemos el reverso: la búsqueda afanosa de cualquier espacio blanco para escribir lo que se nos viene, lo que quiere expresarse a través del creador que encarnas en ese momento (que podría irse).
Quedarse en blanco es un escollo a resolver por los escritores y sabemos que la solución apropiada no se puede prescribir. El proceso creativo –“sublimatorio”, tenemos el gusto de llamarlo en psicoanálisis– te confronta a un vacío, un “blanco” ante el que no cabe ceder y cuya solución es signo inequívoco de que estás en una vía de producción verdadera.