No lo puedo remediar ni quiero corregirme: me fascina indagar en las vidas de escritores, cineastas, pintores… Si algún investigador descubriera que el difunto John Cheever cortejó a un fornido camionero tejano, me gustaría conocer el rostro del conductor y el aspecto del hotel donde se divertían; si me desvelaran la marca del güisqui que bebía Marguerite Duras, trataría de comprarlo y probar su sabor; si me enterase de la calle y el portal donde vivía Clarice Lispector, intentaría ir para observar el dintel bajo el que cruzaba. Son caprichos, pasatiempos, reconocimientos triviales que rindo a personas que hicieron, sin conocerme, algo por mí.
Hay ocasiones en que las manías de esos grandes autores resuelven mis pequeñas encrucijadas obsesivas. Mientras escribo mis reseñas para este periódico suelo fumarme un Montecristo, y eso me parecería un antojo ridículo si no supiera que Hemingway no podía escribir sin tener en su bolsillo una pata de conejo reluciente de tanto sobarla entre párrafo y párrafo. Gabriel García Márquez es incapaz de acabar una de sus benditas líneas si no está descalzo y en su mesa de trabajo falta una flor amarilla.
En vez de decidirme a escribir, pierdo tiempo pensando en la disciplina que me falta y en la cantidad de horas que sería prudente hacerlo antes de saturarme. Isabel Allende –que siempre empieza sus novelas el 8 de enero de cada año, nunca antes ni después– parece que ante el mismo dilema encontró una buena medida: coloca en su escritorio una vela que suele durar encendida seis o siete horas, y sólo escribe durante ese tiempo. Saramago resolvió sus dudas con una costumbre que debió tranquilizarle durante muchos años: todos los días escribía dos folios; no menos de dos y ni una sola palabra más que le obligase a utilizar el tercero.
Para escribir con recogimiento y sosiego, me digo que hacen falta algunas premisas; quizá una habitación confortable y cierta estabilidad económica. Sin embargo, en mis libros de cotilleos sobre escritores aprendo que J.K. Rowling, la afortunada que acertó con los siete tomos de Harry Potter, comenzó el primero en una cafetería de su barrio: se acomodaba allí, en la mesa más alejada de la puerta de entrada, para que su bebé no pasara frío y durmiese plácidamente; en su casa no tenía calefacción (hoy vive en un castillo, con almenas y todo). El original de Cien años de soledad sumaba unos 600 folios; su autor, entonces desconocido, lo remitió en dos partes a la editorial Sudamericana de Buenos Aires: carecía del dinero que le pedían en Correos para enviar la obra completa en el mismo día.
Después de admirar las historias tan precisas y conmovedoras de muchos escritores sorprendentes, ¿podré escribir siquiera algún cuento que resulte memorable?, ¿interpretarán los editores sus aspectos «lúcidos» y «novedosos»? Me anima recordar que el director del periódico The Examiner, de San Francisco, expulsó de su plantilla a Rudyard Kipling por ser un escritor aficionado que no manejaba bien la lengua inglesa (ya había escrito nada menos que El hombre que pudo reinar). También a Walt Whitman le despidieron del Departamento de Interior, cuando era el secretario, poco después de que su superior leyera unos poemas de Hojas de hierba y los considerase poesía perniciosa.
Durante mucho tiempo estuve preocupado por acertar con la distribución más eficaz de mis libros: cuento por aquí, novela por allá, los anglosajones arriba, los de consulta abajo, clásicos al final… Hace poco noté que los libros, por su cuenta, se habían ido colocando solos (lo hacen siempre y cuando, claro, no se tengan hijos pequeños en casa, ni perro, ni suegra que pretenda desinfectarlo todo). Los montones que dejo apilados en el suelo y apoyo contra una pared del pasillo, los que se quedan sobre un extremo de la encimera de la cocina, los que aparto ligeramente para buscar un enchufe en el salón o los que están en las estanterías, encuentran su propio orden que, paradójicamente, coincide con mi supuesto desorden. El caso es que los libros y yo nos encontramos con facilidad, nos leemos, discutimos, llegamos a acuerdos, imaginamos: complejizando (a veces, complicando) nuestras vidas somos modestamente felices.
No obstante me he comprado, para continuar curioseando durante las próximas navidades, otro libro de chismes. Se trata de Donde se guardan los libros. Bibliotecas de escritores, del buen periodista y escritor Jesús Marchamalo. ¿A quién no le interesa descubrir cómo tiene ordenada su biblioteca –o revuelta– Enrique Vila-Matas?, ¿hay quien no quiera saber si Fernando Savater mezcla al azar los libros de filósofos griegos con los de su afición por la hípica?, ¿es posible despreciar la oportunidad de enterarse de cuántos y dónde guarda tantos libros Javier Marías?, ¿es Mario Vargas Llosa un ofuscado perseguidor del orden?, ¿Soledad Puértolas, Clara Sánchez o Luís Mateo Díez colocan muchos objetos evocadores, o fetiches, sobre sus estanterías? ¿En qué momento decidieron deshacerse de los que ya no necesitaban?, ¿qué libros no presta-rían jamás? En fin, un deleite para escritores noveles o ejercitados, para curiosos o mirones.

Titulo: Donde se guardan los libros. Bibliotecas de escritores
Autor: Jesús Marchamalo
Editorial: Siruela-El ojo del tiempo
Páginas: 224
Precio: 19 €