“Partir del mínimo detalle e ir abriendo la ciudad como un abanico”, con estas palabras Antonio Almansa me regaló La ciudad automática, de Julio Camba, periodista y afamado escritor de artículos de viajes.
Subo a la terraza del hostal donde me hospedo para contemplar la enorme extensión que ocupa la ciudad de Kathmandú. Ua ingente acumulación de edificaciones apelotonadasque apenas permiten entrever loshuecos desordenados de las calles y plazas. El paisaje cenital de la ciudad parece un enorme y abigarrado tapiz enmarcado por montañas.
Mi hotel está localizado en el barrio de Thamel. Todas sus turísticas callejuelas, salpicadas por el monzón, se encuentran repletas de tiendas pensadas para satisfacer nuestros gustos occidentales, nuestras aficiones, nuestra comodidad… Todo aquello que queríamos encontrar en Nepal está ahí. No cabe decepción alguna. Ellos saben muy bien lo que buscas, y te lo venden por un módico y negociado precio en rupias.
Reconoces que has salido del gueto turístico cuando el caos se hace aún más evidente. Las calles no tienen aceras, tan solo las delimitan las marcadas acequias por donde discurre el agua embarrada. El tráfico sigue siendo insolente, más aún cuando son nepalíes los que estorban. El claxon es un sonido familiar aunque fastidioso, y es imposible huir del ruido de moscardón de las motos. La ciudad se muestra más auténtica. La gente circula con una prisa habitual, de hormiguero. Flanqueando los callejones se suceden los comercios, ridículos habitáculos cuya mercancía cubre por entero suelos y paredes. En medio, el tendero te sonríe y muestra las palmas de sus manos a modo de invitación. Tiendas de hilos, telas, cor deros y pollos abiertos sobre mostradores ensangrentados, churros y samosas expuestas sobre enormes cacerolas de bronce, aceite a granel, sacos de semillas y especias, ferreterías donde se puede encontrar el tornillo adecuado entre tanta cajita, pastelerías con vitrinas repletas, sombríos restaurantes de paredes ennegrecidas y techos bajos con olor a aceite recalentado, farmacias donde se puede comprar hasta el papel higiénico, tiendas de té, colmados…
Al llegar a una plaza, no es difícil asombrarte con un antiguo templo que se mantiene en pie de puro milagro. Los tejados sobresalen de la pared del edificio formando cornisas rectangulares que se apoyan en talladas vigas de madera y de las que cuelgan viejos volantes de color burdeos. Al pasar junto al templo, los nepalíes se tocan la frente varias veces, justo en el lugar donde llamea un lunar rojo. Con su mano derecha hacen girar los cilindros que se alinean junto a la pared del templo. Todos lo hacen maquinalmente, como si fuese un ademán atávico que naciera con ellos. El budismo carece aquí del glamour de occidente, de esa pose progre de falso hippy. Cualquier camino parece conducirme a la Estupa de Swayambunath (también llamada de los monos), encaramada en lo alto de una colina, tras una empinada cuesta y una interminable escalera de perfecta perspectiva hacia el cielo. Peldaño tras peldaño tropiezo con los gemidos de los mendigos apostados en los laterales, y las vendedoras de chucherías y agua mineral del otro lado. Arriba nos espera una brisa fresca como premio a decenas de creyentes y turistas mientras recorremos la estupa en el sentido de las agujas del reloj.
Me detengo junto al muro de piedra que separa la estupa del exterior. Desde allí se puede divisar la ciudad, abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles que apenas son visibles a la vista.