Voy a ir de tiendas. Me compraré un vestido rojo, enfundaré mis piernas en unas botas altas con tacón de aguja y las tetas en un Wonderbra de esos que reducen dos tallas el cerebro de un hombre. Trataré de ser una mujer normal.
Una vez disfrazada entraré en la cafetería que hace esquina, la del ventanal grande y mesitas con mantel verde limón. Me sentaré en una mesa cercana a la puerta y fingiré leer el periódico mientras que, por encima de las gafas de sol a lo Audrey Hepburn, apuntaré hacia la mejor opción.
Una buena pieza deberá llevar traje oscuro de Armani o así, zapatos relucientes, el pelo engominado y aires de ejecutivo. Seguramente entrará decidido y elegirá un taburete junto la barra.
Me lo imagino comprobando compulsivamente la hora en su Cartier y revisando unos folios azules mientras da sorbos a su descafeinado sin mirar la taza. No se fijará inmediatamente en mí. Se hará el interesante mientras disuelve otra sacarina en el café. Pero, en cuanto me suba un poco la falda, ya veremos.
Lo cazaré, estoy segura. Cuando se siente a mi lado –porque se acercará– para invitarme a lo que me apetezca, desplegaré mis mejores armas. Si apunto bien, acertaré.
Seguramente el camarero, haciendo planear su bandeja sobre nuestras cabezas, nos interrumpirá.
—Su Martini seco, con dos cubitos y rodaja de limón.
Recostándome sinuosamente en la silla, le brindaré la copa.
Le daré el mío, pero no le pediré su número de teléfono. Me llamará a todas horas y yo: que sí, que no, que sí, que no. En fin, que sí. Nos veremos varias veces, quizá para desayunar juntos o comer al mediodía. Sé que por las tardes no podremos citarnos, y menos aún por la noche. Durante las noches, «de momento», me dirá, «no debo faltar en casa».
En cualquier sobremesa de cualquier día entre semana, me soltará el rollo de que le va mal en su matrimonio, que su mujer no lo entiende y que desde hace tiempo no disfrutan con el sexo. «Yo, que todo lo hago por ella y por mis tres hijos, ¿sabes?» «A mí, que me he pasado la vida trabajando como un imbécil… » También me contará que se enfada cuando su secretaria, tan eficiente, le telefonea para consultarle nimiedades incluso los sábados por la tarde. En ese instante le pondré mi dedo índice sobre sus labios. Sabré cuándo hacer eso del dedito y todo lo demás. También cuándo estar callada, aunque deberá parecer que me interesan mucho las cosas que me cuente, así que alguna vez abriré los ojos como platos y soltaré risitas estúpidas mientras sacudo la melena dejándola caer sobre el otro hombro.
No se me ocurrirá jamás mencionar el matrimonio, ni sugeriré su divorcio. No aspiraré a que pregunte si tengo sueños por cumplir, ni a que pida mi opinión sobre asuntos que no sean banales. No propondré planes para los fines de semana; sabré aceptar que lo mío sean los días de diario. No me sorprenderá con las axilas sin depilar ni el pubis perfectamente recortado. Y por supuesto, nunca, nunca, le revelaré esta maldita manía de escribir las cosas que me pasan por la cabeza.
Juro por Corín Tellado que ese hombre será mío aunque tenga que compartirlo con su mujer, su secretaria y su madre. Y por fin, seré una mujer normal.