Me ocurre a menudo que no encuentro la palabra que abroche una frase. El nombre acertado, el verbo oportuno, o el adjetivo o adverbio que lo califique con la precisión soñada, puede eludir mis esfuerzos hasta tal punto que la sensación de “tener la palabra en la punta de la lengua” resulte tan molesta como una llaga. A veces, la palabra emboscada asoma después de un rato. Con otras, sin embargo, termino por admitir que el cosquilleo en la lengua lo producía su ausencia; la perdí, o nunca la tuve. Tal vez mi vecino de columna se avenga a explicarnos algún día por qué se nos olvidan unas y otras no.
La carencia de vocabulario se combate leyendo. Ahora bien, cuando estamos puliendo un texto, no hay tiempo para que el azar nos coloque ante la palabra buscada. Debemos salir a cazarla.
Un diccionario de la lengua, sea el de la Real Academia u otro similar, puede ayudarnos, pero es una herramienta concebida para informar del significado de los vocablos, y no lo contrario, es decir, a partir de un significado hallar el término que lo significa. Aunque no existen los diccionarios de significados (son inclasificables por esencia), el diccionario de ideas afines suple convenientemente esta función.
La primera vez que usé un diccionario de ideas afines fue porque necesitaba hacerme con un vocabulario mínimo en torno a la apicultura. En él encontré que también se le llama abejero o colmenero al apicultor, y que usan pipas ahumadoras, cuchillos de desopercular, castraderas, batideras, malagañas. Todo esto, entre muchas otras cosas, se podía leer en la entrada abeja. Enseguida descubrí que estaba ante mucho más que un diccionario de sinónimos y antónimos.
Desde entonces, se ha convertido en una herramienta indispensable en mi escritorio.
Por sus prestaciones y coste, unos 30€, recomiendo probar el de Fernando Corripio, de la editorial Herder, con 912 páginas llenas de asociaciones.