Si usted, al no haber podido integrarlo en su sueño, despierta en pleno rugido de león y ve la caries del felino y la nube del vapor de su jadeo, puede estar seguro de que no ha sido trasladado en su sillón a la sabana. Al despertar, la visión le ha conectado con el tele-visor, el ojo tecnológico por antonomasia.
Freud hablaba de la importancia narcisista que los avances tecnológicos nos aportan. Herramientas que engrandecen nuestro yo frente al mundo, que nos hacen fuertes como gigantes, veloces, voladores… Ortopedias de nuestras mediocres capacidades físicas, avances que nos resarcen de esta naturaleza frágil que «Dios nos donó a su imagen y semejanza». Aparatos con los que pretendemos llegar a ser el modelo ideal que pareciera ser el sueño de superación que nos ha impuesto ese mismo dios. Pero la mitomanía, siempre activa, no solo crea nuevas criaturas (superhéroes, androides, monstruos de diversa calaña), también ha conquistado un pequeño reino en el campo de la tecnología: esa quimera, mitad ciencia y mitad fantasía.
El televisor, cíclope moderno, además de una perspectiva de lo distante en el tiempo o el espacio, nos aporta esa visión larga, a veces tan invasiva de la vida ajena, que convierte la magia de la bola de cristal en cuentos de vieja.
Instalado en nuestra casa, nos instala en la ilusión de estar conectados al mundo, y nos instala en la pasividad del espectador cuya única posibilidad de acción queda limitada al zapping. Enajenados de la orientación del campo de visión, el tele-visor no nos deja la más mínima opción a crecer afectivamente (hoy lo llaman “subir la autoestima”), convierte con su ruido nuestra intimidad en mera privacidad y limita, por tanto, las diferencias de gusto y de preferencia en que se inscriben las distancias subjetivas.
Parasitado por ese ojo, sólo le queda al maltrecho narcisismo la vía pobre de la desconexión afectiva. Quizá para soportar ver cómo el hombre desvaría con sus logros.