Es tan bello el rascacielos que casi palidece la blancura gótica de la catedral de San Patricio. Los católicos han encontrado una ubicación privilegiada en la quinta avenida, la principal avenida del mundo. Justo enfrente del Rockefeller Center, el emblema de los poderosos de las finanzas. En medio de rascacielos que nos elevan hasta las estrellas. Delante de sinfonías que puntúan mil variedades del jazz con simplicidades minimalistas.
James Remwick la construyó en 1879. Las torres se añadieron diez años más tarde. El neogótico sirvió también aquí como un lenguaje esplendoroso y apasionado, como el emblema de una religión de mitos y de la Virgen María. Dentro se puede invocar a la virgen de Guadalupe. Las catedrales góticas son como los castillos de los creyentes, como las efusiones colectivas, como la mística de las piedras. Las torres suben igual que llamados, como picos de plegarias. Resulta hermoso y exaltante encontrarse con San Patricio.
Pero el rascacielos que hay detrás es otro tipo de oración. Me quedo pasmado con esa simplicidad afortunada, con ese color oscuro que recoge infinitudes de azul, con esa variedad de matices en las ventanas sobre el mismo motivo, igual que pensamientos a partir de la misma idea. Parece como si fuera la gigantesca tela de un indio con sus colores misteriosos, o infinitas ensoñaciones de blues encerradas en un envase de cristal, o la gran caja de cerillas donde se esconden todos los fósforos apagados, todos los deseos del inconsciente.
Hay una belleza asombrosa en esa inmensa sencillez del cristal oscuro. Y dialoga con la catedral igual que dialogaría un pintor abstracto con un místico, un explorador de las praderas con un poeta, un compositor negro con un reformador. Los dos edificios forman una paradoja exultante. Y en esa paradoja está la esencia de Nueva York. Uno se queda parado, y el rascacielos suena en nuestro interior como resuenan las torres profusas de la catedral.