—Me voy a dar una vuelta en el coche —le dijo a su mujer—, vuelvo en un par de horas. No era frecuente que estuviese fuera de casa más de lo poco que tardaba en ir a correos o a alguna tienda, pero se pasaba el tiempo haraganeando, haciendo pequeñas chapuzas —su mujer le llamaba «Don Arreglalotodo»—, y también, aunque desde luego no lo suficiente, pintando, que era de lo que vivía.
—Muy bien —contestó en seguida su mujer, como si él le estuviera haciendo un favor.
La verdad era que no le hacía gracia que saliese de casa; se sentía más segura teniéndole allí, ayudándola a cuidar de los niños, sobre todo del pequeñín.
—A que te alegras de perderme de vista —dijo él.
—Justo —dijo ella con una sonrisa que, de pronto, hizo que estuviera muy bonita; alguien a quien echar de menos.
No le preguntó adónde iba con el coche. No era nada preguntona, aunque celosa sí, de una manera sutil y callada.
Ella observó mientras se ponía la chaqueta. Estaba en el cuarto de estar con su hija mayor.
—Baila el cancán, mamá —decía la niña.
Y ella se levantó las faldas y bailó el cancán, agitando las piernas, muy alto, hacia donde estaba él.
No iba a dar una simple vuelta en el coche, como había dicho, sino a un café, a verse con Sarah, una conocida de su mujer, que no recelaba de ella, y luego los dos irían a una casa junto a un lago de la que su mujer no sabía absolutamente nada: un chalecito de verano del que él tenía llave.
—Bueno, adiós —dijo él.
—Adiós —respondió ella, sin dejar de bailar.
No es ésta, en absoluto, la conducta que un marido espera de la esposa a quien está a punto de dejar para ir a verse con otra mujer, se dijo él. Lo propio sería que se quedase en casa cosiendo o lavando, no bailando el cancán, por Dios. Sí, eso es: haciendo algo anodino y sin atractivo, como zurcir la ropa de los niños. No llevaba medias, ni zapatos, y sus piernas se veían muy blancas y suaves, secretas, como si él mismo nunca las hubiera tocado ni se hubiera acercado siquiera a ellas. Sus pies, al subir y bajar en el aire, parecían hacerle una seña. Tenía cogida la falda en un solo pliegue, de un modo sugestivo. ¿Y a qué tenía hacer esto precisamente ahora? Estuvo quieto un momento. Ella le miraba con ojos burlones, se echó a reír. La niña rió también viéndola bailar, y seguía bailando cuando él salió de la casa.
Recordó lo que le había costado organizar esta cita: primero, salir a telefonear; luego llamar a Sarah a su oficina (ella también estaba casada); había salido; tuvo que llamarla otra vez; comunicaba; se le cayó la moneda y no había forma de encontrarla; tuvo que salir de la cabina para ver si daba con ella; finalmente, pudo hablar con Sarah, que va y le dice que la vuelva a llamar la semana que viene, y así hasta que, finalmente, consiguió fijar una fecha.
Esperándola en el café le sorprendió darse cuenta de que prefería que no apareciese. La cita era a las tres. Ya eran las tres y diez. Pero Sarah se retrasaba con frecuencia. Miró el reloj, y luego por el ventanal a ver si venía su coche. Un coche parecido al de ella pero no era el de ella: no tenía maletero y su capota tan lisa le dio una curiosa sensación de placer. ¿Por qué? Ya eran las tres y cuarto. A lo mejor no venía. Si venía sería ahora. Y veinte. Bueno, ahora sí que había una cierta esperanza. ¿Esperanza? Curioso, esto de preferir su ausencia. ¿Por qué habría concertado la cita si lo que esperaba ahora era que faltase a ella? No lo sabía, pero sería más sencillo, sin duda alguna, que no apareciese. Porque ahora lo único que quería era fumar un cigarrillo, apurar la taza de café que tenía delante y no tener que hacer nada. Y le habría gustado dar una vuelta en el coche, tranquilo y sin compromisos, tal como había dicho en casa. Así y todo siguió esperando, y a las tres y media llegó Sarah.
—Ya casi había perdido la esperanza —le dijo él.
Fueron a la casa junto al lago. La estrechó en sus brazos sin conseguir pensar en ella; que le zurzan si podía.
—¿En qué piensas? —dijo ella después, sintiendo su desapego. El tardó un momento en contestar, luego dijo:
—¿Quieres de veras que te diga en qué estaba pensando?
—Sí —dijo ella, un poco inquieta.
Él contuvo la risa, como si lo que tenía que decir fuera muy absurdo o ridículo.
—Pues estaba pensando en alguien que bailaba el cancán.
—Ah, bueno —dijo ella, tranquilizada—, por un momento temí que estuvieras pensando en tu mujer.